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Rodolfo Benito: REFLEXIONES EN TORNO AL ACTUAL ESCENARIO SOCIAL, ECONOMICO Y POLITICO

Rodolfo Benito: REFLEXIONES EN TORNO AL ACTUAL ESCENARIO SOCIAL, ECONOMICO Y POLITICO

Estamos en un escenario político marcado por una fuerte crispación; de una crispación en parte diseñada como elemento estratégico por el Partido Popular, y articulada sobre temas que a nadie pueden dejar indiferentes, como son los debates en torno al modelo de Estado, la política sanitaria, el modelo de educación, o aquellos otros de los que se pueda obtener rentabilidad electoral.

De otra parte, la Unión Europea está atascada en términos políticos y económicos, cuestiones éstas a las que el sindicalismo tampoco puede mostrarse indiferente; más bien al contrario: se hace cada vez más necesario impulsar un amplio debate social, y no sólo a escala nacional, en torno a lo que queremos hacer de Europa en el futuro.

Sin duda el actual mapa político no es alentador; el giro a la derecha que se ha venido produciendo en distintos Gobiernos de la Unión se verifica en el hecho de que doce de los países que configuraban la “Europa de los quince” están actualmente gobernados por la derecha. La izquierda política sigue sin plantear alternativas a escala europea, vinculando excesivamente su papel al seno de los estados-nación y el movimiento sindical europeo sigue sin convertir la actual Confederación Europea de Sindicatos en un verdadero sindicato de los trabajadores de Europa, quedándose, aún con avances, en un mero papel de coordinación.

El momento en Europa es especialmente trascendente. Asistimos a fuertes tensiones del este y del sur, y asistimos, también en el seno de la propia Unión Europea, a la activación de políticas económicas y sociales distintas que se corresponden con dos visiones diferentes: una que tiene más que ver con una concepción de Europa vinculada exclusivamente a la moneda y al mercado, que ejerce mucha presión a la baja sobre el mercado de trabajo, en cuanto a salarios y regulación de las condiciones de trabajo y que pone en cuestión el actual modelo de Estado de Bienestar; y otra que se debe sustentar en la necesidad de priorizar políticas económicas, sociales y de empleo, coordinadas y armonizadas y que sigan contemplando el Estado del Bienestar como uno de los rasgos fundamentales de la Unión y las políticas de pleno empleo con derechos como un factor fundamental de avance de la Unión Europea en términos políticos.

La primera consecuencia de esta derechización del espacio político europeo tiene que ver con el cuestionamiento de lo que hemos venido llamando “modelo social europeo”, y que si bien nunca ha existido como un modelo único y homogéneo en sentido riguroso, no es menos cierto que los distintos estados miembros compartían criterios y planteamientos en torno a garantizar prestaciones básicas con un objetivo claro: favorecer la cohesión social a través de la incorporación de factores y mecanismos de redistribución de la riqueza.

Y decimos que se está poniendo en cuestión el llamado ”modelo social europeo” porque se está planteando desfigurar, degradar hasta términos meramente asistenciales lo que hemos entendido por Estado del Bienestar; y lo que hemos entendido, además, incluso en un país como el nuestro, en el que los elementos configuradores del Estado de Bienestar no han alcanzado todavía las metas que tienen los países nórdicos de la U.E., o que tenía como media la Europa de los quince.

Obviamente, esa media se ha visto rebajada una vez que se ha producido la ampliación a los diez países del este de Europa, en la medida en que los países que se han incorporado no sólo parten de una situación de menores derechos, sino que, y es importante, son países a los podemos considerar euroescépticos, en la medida en que estando en Europa, formando ya parte de la UE, miran más allá del océano, miran hacia Norteamérica y su modelo, y por lo tanto, ni por su tradición ni por sus metas están comprometidos en la consolidación y acrecentamiento de una auténtica Europa social. Y es algo que nos afecta muy de cerca, tanto al movimiento sindical europeo, como a la propia izquierda política. De ahí precisamente la importancia de abrir un fuerte debate social en Europa sobre la Europa que queremos.

Cómo nos afecta muy de cerca, y no sólo por su componente geográfica, el fenómeno de la inmigración. Un fenómeno que tiene, claramente, una dimensión europea y por tanto tiene que ser abordado por el sindicalismo europeo. Los acontecimientos de Ceuta y Melilla no son locales, no tienen salida desde nuestro país, se plantee como se plantee; ningún país por sí solo, tampoco el nuestro, tiene capacidad para absorber las presiones migratorias que vienen desde el sur y, probablemente con una caracterización distinta pero en definitiva convergente, también desde el este.

Por eso, o dotamos al fenómeno de la inmigración de una dimensión europea, o las tensiones que ya se están produciendo no sólo se van a incrementar, sino que pueden extenderse. ¿Está en condiciones la Europa de los veinticinco de planteárselo? Ése es el reto que tiene que asumir la Unión Europea y ante el que el movimiento sindical no puede responder tampoco a escala exclusivamente nacional.

Este escenario político, estos debates necesarios, se articulan, además, sobre una realidad económica que el sindicalismo debería saber aprovechar, para demandar con mucha insistencia ese necesario cambio en el modelo económico de crecimiento, para fortalecer la inversión en I+D+i, para superar los déficits sociales, para acometer un cambio en positivo del mercado de trabajo.
En términos económicos, nuestro país sigue creciendo. España mantiene un alto crecimiento de la actividad económica, muy por encima de la media de la zona euro. El dato reciente es que el crecimiento de España más el leve crecimiento de Alemania y de Francia, han hecho posible una leve mejora de las perspectivas económicas de la Unión Europea.

Se trata, sin duda, de un dato importante desde otra perspectiva: de las reformas que tenemos que acometer en nuestro país. Efectivamente, porque hay más recursos económicos, hay más posibilidades para financiar políticas sociales, educativas, sanitarias, desarrollos industriales y productivos, en la medida en que, además no es preocupante, a corto plazo, la evolución de los desequilibrios macroeconómicos tradicionales de la economía española.

En términos de inflación, la evolución del IPC, si bien en los últimos meses ha sufrido un mayor incremento, que lo sitúa en el 3,7% en septiembre de 2005 por la subida de la energía, lo que ha hecho incrementar el diferencial con la zona euro en tres décimas sobre al año 2004, no puede calificarse de preocupante, por ahora, para una economía que crece casi el triple que la de la zona euro.

Además el mayor incremento de los precios puede estar recogiendo importantes cambios en las pautas de producción de nuestro país; es decir: al fabricarse productos con mayor valor añadido también es normal que estos productos sean más caros.

En todo caso parece que los precios están reaccionando relativamente bien frente al fuerte incremento de los precios del petróleo experimentado en el último año, que ya casi ha alcanzado un 100%, sobre todo teniendo en cuenta la gran dependencia energética del petróleo de nuestro país. Es posible que el incremento de los precios siga en los próximos meses.

El saldo de las Administraciones Públicas no puede catalogarse sino de magnífico: en el año 2004 las cuentas de las Administraciones Públicas. experimentaron un superávit del 0,5% PIB, si se descuenta de los PGE la deuda histórica de RENFE asumida por el Estado, que no puede considerarse generada el año pasado, sino desde hace casi dos décadas al menos.

Por tanto hay margen para acometer tanto necesidades de infraestructuras para la modernización de nuestro país desde la perspectiva del desarrollo sostenible, como para cubrir los déficits sociales que tiene nuestro país frente a Europa en materia de sanidad, educación y sobre todo vivienda.

Según los últimos datos de Eurostat, relativos al año 2002, el gasto social per cápita de España era tan sólo la mitad de la media UE-15, un 40% de la cifra de Alemania y Francia, tan solo un 32% de Dinamarca.

El déficit por cuenta corriente exterior se ha incrementado notablemente por un incremento de las importaciones y por una caída de los ingresos netos por turismo, mientras que las exportaciones están congeladas. Por tanto se ha incrementado la necesidad de financiación exterior, que alcanzó un 4,35% del PIB en el año 2004, hasta un 6,7% durante el primer semestre de 2005.

No obstante, a diferencia del pasado, este desequilibrio exterior en la actualidad no es todavía preocupante, ya que al estar nuestro país en la zona euro, nos beneficiamos de la consolidación del euro como moneda de reserva internacional, y por tanto esto confiere a nuestro país un plus de seguridad en la afluencia de capital a corto plazo, tal como venia sucediendo tradicionalmente a la economía de EE.UU., que está soportando desde hace muchos años altos déficit comerciales.

En el año 2004 se han recuperado valores similares a los altos niveles de los años 2000-2001 de inversión directa española en el exterior.

Si bien en el período 2001-2003 se ha reducido la inversión directa del exterior en España, se ha mantenido la inversión en cartera y se ha incrementado la inversión de instituciones financieras y monetarias del exterior en nuestro país.

Es decir, España importa dinero a corto plazo en busca de rentabilidad, dado el crecimiento económico de nuestro país, en un marco financiero de seguridad, debido a nuestra pertenencia a la zona euro, y exporta capacidad de gestión en forma de inversiones directas en el exterior.

Por último, aún cuando es preocupante el estancamiento de la actividad industrial, que tan sólo creció un 1,6% en 2004, y apenas un 0,4% entre enero y septiembre del presente año, la recuperación de la inversión en bienes de equipo, que se ha incrementado un 9,3% en el primer semestre de 2005, mientras únicamente fue de un 4% en 2004, permite esperar una recuperación de la actividad industrial durante el año 2006. Sin embargo, el que esto sea así dependerá en gran medida de importantes decisiones de inversión, que están pendientes en grandes empresas multinacionales instaladas en nuestro país, y que en algunos casos pueden generar procesos de deslocalización productiva muy significativos.

Sí es preocupante la sostenibilidad social y medioambiental a medio plazo del actual patrón de crecimiento, basado en el consumo frente a la inversión, la construcción frente actividades más productivas e intensivas en tecnología, la moderación salarial debido a una enorme temporalidad, y una estructura industrial muy poco eficiente energéticamente además de muy contaminante.
En lo que atañe al consumo, éste en el primer semestre de 2005 sigue creciendo a una alta tasa, un 4,8%, incluso superior al año 2004, un 4,4%.

Del mismo modo, la inversión en construcción en el primer semestre del año 2005 fue de un 5,8%, superior a la del año 2004, un 5,5%. Aunque la reducción de la superficie con visados para construir en los últimos meses (-2,5% en julio y -6% en agosto) puede estar indicando una ralentización de la actividad constructora en los próximos meses.

La industria de nuestro país lleva más de una década incrementando el consumo de energía por unidad de producto, es decir, profundizando una senda de ineficiencia energética, debido a que no ha habido estímulos al ahorro energético. Ello en un marco de fuerte dependencia del exterior en el abastecimiento energético, y con un notable retraso en la transición energética hacia fuentes de energías renovables y no contaminantes, para las que tecnológica y físicamente estamos muy bien situados; a modo de ejemplo: las subvenciones públicas al carbón suponen diez veces más que las ayudas a las energías renovables.

Asimismo España se caracteriza por ser el país europeo que más incumple los compromisos adquiridos en el Protocolo Kioto, para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero causantes del calentamiento del planeta, si el Protocolo de Kioto permitía a España un incremento del 15% en la emisión de estos gases en el periodo 1990-2012, en el año 2004 el incremento ha sido ya del 45%.

El esfuerzo tecnológico de nuestro país es apenas la mitad de la media de la UE-15, un 1% del PIB, y está financiado principalmente por fondos públicos, un 75%, frente al 50% que representan los recursos privados en el conjunto de la I+D+i europea.

En términos de mercado de trabajo, hay que tener en cuenta que durante el primer semestre del año 2005 se han moderado aún más los salarios y el coste laboral por unidad producida (CNTR) sólo ha crecido un 2,5, inferior al 2,8 del año 2004. Ello ha sido debido en gran medida al incremento del empleo temporal, que implica ya a más de un tercio de los trabajadores, ya que la temporalidad supone una reducción de la capacidad de negociación de los trabajadores.

La reducción de las tasas de natalidad en los años ochenta y noventa ha supuesto que por primera vez en el año 2005 se va a reducir el número de jóvenes entre 25 y 29 años sobre el año anterior. Este proceso se va a incrementar hasta los 120.000 entre los años 2009-2011, en los años siguientes continuará la reducción, aunque a un ritmo decreciente. La reducción del número de jóvenes entre 15 y 24 años ya ha empezado con anterioridad y va a seguir creciendo de forma similar.

Posiblemente ésta sea la causa que explique la fuerte reducción del número de activos de la EPA en el tercer trimestre del año 2005, que habrá que ver si se confirma en los siguientes trimestres.

En la próxima década el número de jóvenes en nuestro país se habrá reducido un 20%, casi 1.800.000 jóvenes menos. Si se quiere evitar la crisis de muchas empresas de sectores de producciones estandarizadas sometidos a la competencia internacional, deberán ponerse en marcha mecanismos de anticipación del cambio tecnológico con la participación activa de los agentes sociales.

En conclusión, podemos afirmar que el proceso de apertura comercial frente al exterior, la integración en Europa, los efectos en el planeta de la actividad humana, y sobre todo las próximas modificaciones del mercado de trabajo en nuestro país, derivadas de un profundo cambio demográfico, hacen necesaria una profunda reflexión para afrontar lo que podríamos denominar una necesaria transición social, productiva y medioambiental, hacia una economía moderna basada en la eficiencia energética y productiva y en la sostenibilidad social.

España tiene la opción, en los inicios del siglo XXI, de situarse en el grupo de países que lideren una Europa capaz de compatibilizar creación de riqueza, cohesión social y desarrollo sostenible, o volverse a quedar atrás, como pasó hace un siglo. Posiblemente estemos ante el mayor reto de nuestro país después de la transición política.

Por simplificar, partimos de un escenario muy complicado desde el punto de vista político y social, favorable desde el punto de vista económico, y crítico en el sentido de que puede y debe producirse una notable inflexión en la configuración de la realidad social, laboral y productiva en nuestro país. Pero para que esto sea así, es necesario un cierto rearme ideológico de la izquierda social, y también de la izquierda política. Es imprescindible recuperar liderazgo social, es imprescindible que seamos capaces de convertirnos en referencia social a fin de no dejar pasar el tren del momento político.

Precisamente porque estamos en un escenario complicado desde el punto de vista político y social, se requiere de la movilización de las ideas; se requiere de la palabra, la propuesta, el debate.

Estamos en un momento de importante desorientación y los momentos de desorientación son momentos en los que hay que fortalecer la capacidad de iniciativa, definiendo muy bien el contenido de la agenda social, los tiempos para la misma, estableciendo prioridades. Si una responsabilidad tiene el movimiento sindical es la de la vertebración del discurso social, la del liderazgo de la cultura de los derechos, que sí entiende de coyunturas políticas, alejado de papeles subsidiarios y de instrumentalizaciones políticas o partidarias.

El sindicalismo de clase no puede quedarse en la reflexión sobre “qué hacer”, sino que tiene que verificar, mediante su actuación, su compromiso en la configuración de la realidad; de una realidad de la que es agente, por acción o por omisión, y nunca mero espectador.

Hay que impulsar debates acerca de las cosas que nos afectan directamente; pero también hay que abordar otros debates, probablemente más tangenciales, pero que no pueden sernos ajenos en la medida en que ocultan los grandes debates, los pervierten, desplazan la centralidad del interés general, de los intereses de clase. Y ahí el sindicalismo también puede y debe aportar racionalidad.

El movimiento sindical tiene que entender que más allá del Estatut, hay una situación que ya hemos vivido en otras ocasiones -a finales de los 90 pero quizá más agravada en estos momentos- de fuerte crispación política, de fuerte polarización política que añade dificultades para aprovechar en toda su extensión el positivo momento económico; que al final propicia que los temas de carácter social y laboral no sean apreciados como elementos centrales y prioritarios, como de hecho hoy, en mi percepción, está ocurriendo en torno a cuestiones tan importantes como son el mercado de trabajo, la temporalidad y la precariedad; asuntos todos ellos de suma importancia para el futuro, pero que están, en parte, pasando desapercibidos. La crispación política es tan elevada que, al final, lo tapa todo; termina encubriendo elementos esenciales que, creo, hay que abordar en esta etapa, en este período legislativo.

Al Estatut se ha agarrado de una manera muy firme y demagógica la derecha para generar un clima, en primer lugar, de confrontación interna en el seno del país y, en segundo lugar para, a partir de esa confrontación, interpretar y abordar todos, absolutamente todos los temas de carácter estructural y algunos de ellos con un fuerte contenido ideológico; desde la política de educación, a la antiterrorista y otras que tienen que ver con medidas de carácter más social.

Efectivamente se puede estar de acuerdo o no con el proyecto de Estatuto de Cataluña, pero en ningún caso lo que se puede es quebrar la normalidad democrática.

Y entra dentro de la normalidad democrática que un Parlamento Autónomo apruebe un proyecto o anteproyecto, para remitirlo a las Cortes Generales: puede haber más o menos acuerdo, pero, en todo caso, se hace desde la legitimidad y desde la normalidad democrática que es la que ha puesto en cuestión la derecha en nuestro país en primer lugar, además incorporando viejas y, parecía que superadas, políticas en torno al modelo de Estado. Ahora bien, son, desde todo punto de vista, inadmisibles los discursos apocalípticos con los que día a día nos desayunamos y ante los que el movimiento sindical no debe permanecer callado.

Respecto al Estatuto, insisto: todas las diferencias que se puedan plantear, todas las modificaciones que se tengan que proponer, hay que plantearlas en un clima de absoluta normalidad democrática. El Estado de Derecho sigue funcionando, las instituciones siguen funcionando y, por tanto, la algarada en la que está inmerso el Partido Popular es profundamente reaccionaria, únicamente tiene un objetivo de poder en el corto plazo y tiene además una relación directa con unos resultados electorales, los del 14-M, que no ha terminado ni de asumir, ni de digerir.

En mi opinión las reformas estatutarias, legítimas sin duda, requieren de consensos básicos y estos tienen que ver con los principios de cohesión social, equidad fiscal y caja única en el terreno de la Seguridad Social. Y, a partir de ahí, dejando claro el marco constitucional y el papel vertebrador que tiene el Estado, desde el más amplio de los consensos, todo es discutible.

Por tanto, el Estatuto de Cataluña tendrá que tener modificaciones –creo que se tendrían que realizar todo tipo de esfuerzos para alcanzar un amplio consenso en el seno del Parlamento- y al final continuar por un sendero que nos lleve a redefinir, con los contenidos constitucionales claros, con los principios de solidaridad absolutamente anclados en ese debate, los cambios que se han de producir en los Estatutos de Autonomía.

Y ese esfuerzo de racionalidad, que implica el respeto a los principios democráticos que emanan de la Constitución, el sindicalismo tiene que lograr trasladarlo también a todos los temas de carácter más o menos estructural, con fuerte contenido ideológico que se están produciendo en el país, como es el caso del debate en torno a la educación.

La educación se ha configurar como un servicio público esencial que debe garantizar la igualdad de oportunidades y la compensación de desigualdades de toda la ciudadanía, en la medida en que es uno de los pilares básicos del Estado de Bienestar, junto a la sanidad y a los servicios públicos en general, junto a las pensiones y a las normas de protección de los trabajadores, sobre el consumo y medioambientales.

El sistema educativo pues, debe estar planificado y regulado a través de la intervención de los poderes públicos y regidos por criterios de calidad, que asegure una adecuada respuesta a las exigencias educativas que la sociedad tiene en la actualidad.

El debate acerca de la educación que está viviendo (y protagonizando) la sociedad española se ha visto pervertido hasta convertirse más en un elemento de crispación que en el necesario elemento de reflexión que nuestra realidad educativa y social reclama.


Ciertamente, los datos relativos a la educación española indicaban la necesidad de una reforma; una reforma que absorbiera y compensara las carencias históricas de nuestro sistema educativo, que tienen que ver con su organización y desarrollo curriculares, pero que tienen que ver también con su gestión y, en última instancia, con los recursos que a la educación se destinan. Esos son los términos ajustados de un debate que no se está produciendo, en gran medida porque, liderado por la derecha y la conferencia episcopal, se han reverdecido los más rancios, contaminantes y perversos elementos que, propios de otras épocas, pretenden (han pretendido siempre) impregnar la educación de criterios excluyentes, discriminatorios, clasistas.

Se trata en definitiva de un debate profundamente ideológico, y en el que, precisamente por serlo, se debería haber cuidado de manera exquisita tanto el procedimiento como los términos, las fases y los agentes del debate.

Siempre hemos partido de que para reformar la política educativa es necesario un pacto social, y de que el pacto social debe ser previo al pacto político. El Gobierno se ha equivocado al priorizar el pacto político entre grupos parlamentarios y se ha equivocado por dos razones: en primer lugar, porque deja fuera o relativiza la importancia de los agentes sociales y de la propia comunidad educativa que tienen mucho que decir no sólo en temas sectoriales, no sólo para ajustar los desarrollos reglamentarios de la Ley, sino desde el inicio, en la propia definición y configuración de lo que en este país entendemos por educación, de sus objetivos y sus fines.

Y es que siendo cierto que el Proyecto de Ley de Ordenación Educativa contempla indudables cuestiones de interés que, con toda probabilidad mejorarán tanto la calidad como la equidad del sistema educativo español, no es menos cierto que tiene claras insuficiencias que se están planteando por parte de la Federación Estatal de Enseñanza de CC.OO. y que deberían incorporarse en el debate parlamentario.

Hace algo más de diez años, cuando la LOGSE iba a ser implantada de manera generalizada, CC.OO. promovió una Iniciativa Legislativa Popular para reclamar una Ley de Financiación del Sistema Educativo. Aquella iniciativa planteaba la necesidad de invertir (si, invertir) en educación el 8% del Producto Interior Bruto español. Una proporción del PIB destinado a educación superior a la media de la Unión Europea pero que buscaba, precisamente, una estrategia de convergencia con los niveles educativos europeos, compensando los graves déficits históricos de la educación española.

Hoy el gasto educativo español continúa por debajo de la media de la UE-15. Ningún modelo educativo puede sostenerse sin una financiación suficiente, y ése, precisamente, debería haber sido uno de los elementos centrales del debate social y del debate político en torno a la educación.

En lo que atañe a la gestión democrática de los centros educativos, convendría recordar que la calidad democrática de las sociedades se mide no cada cuatro años en las elecciones políticas, sino en el ámbito de lo más próximo y cotidiano. Se mide por la participación real y efectiva en la gestión de los servicios públicos, tanto más cuanto estos son, como en el caso de la educación, elementos básicos y esenciales de cohesión y bienestar social.

Por el contrario, lo que está apareciendo como elemento básico de confrontación, bajo la demagógica premisa de la “libertad de elección” en lo que atañe a la orientación educativa de niños y niñas, no esconde sino el perverso concepto de la educación como negocio, en el sentido más duro y crudo de la expresión, comparable (y comparado expresamente en alguna declaración), con los otros sectores productivos, regido por lo tanto por las leyes del mercado y de la libre competencia. Y eso no es lo que, en rigor, puede entenderse por libertad en el contexto de un Estado que aspira, al menos, a ser social.

Hay que hablar, por tanto, de equidad y de calidad en la educación, mirando a la propia articulación y organización del sistema educativo, pero mirando también a su vinculación con la sociedad, con el modelo social que defendemos, con su consolidación y desarrollo; mirando a Francia, por ejemplo, en donde los recientes sucesos son interpretados por numerosos expertos como una mezcla explosiva de fracaso escolar y desempleo. Porque no podemos olvidar que el fracaso escolar no es sino un síntoma, alarmante además, de fracaso social.

Y el movimiento sindical debe abordar también el debate sobre sanidad, y no sólo a nivel estatal, sino, y de manera muy singular, en el marco de la Comunidades Autónomas. Un debate en el que cuestiones tan importantes, tan básicas, como fueron en su día las trasferencias sanitarias o como ha sido, recientemente, la suficiencia o insuficiencia del modelo de financiación, se han resuelto siempre a trozos y con parches, en los estrechos márgenes de lo político, dejando de lado el debate social.

Un debate social que debería centrarse en resolver los dos grandes problemas que, como al resto de los sistemas europeos, acosan a nuestro sistema de salud: el continuo aumento del gasto y los intentos de privatización para hacerse con el enorme volumen de negocio que la sanidad representa.

Entre las causas del incremento del gasto en nuestro caso están la ampliación del número de las prestaciones y de la población cubierta, los continuos avances en técnicas de diagnóstico y equipos médicos o el aumento de la población de más edad, que es la que más gasto sanitario per cápita provoca, pero sobre todo la falta de racionalización del gasto farmacéutico que ha pasado de representar el 16,8 % del gasto sanitario total en 1990 a un 23,3 % en 2003.

En España el mercado sanitario resulta muy atractivo para la iniciativa privada. Mueve un importantísimo volumen de dinero (7,5% del PIB), su consumo es inducido por el propio sistema y depende poco del usuario, es utilizado por todas las personas a lo largo de toda la vida y su pago está prácticamente garantizado con dinero público.

Con la llegada al Gobierno del Partido Popular comenzó la puesta en práctica de políticas neoliberales, en la sanidad se inició con la creación de las fundaciones sanitarias, que supusieron un primer paso para sacar parte del sistema sanitario del sistema público.

El nuevo modelo de financiación autonómico tampoco tuvo en cuenta el diferencial de España con respecto a la UE en financiación sanitaria en términos de PIB, que lejos de disminuir fue aumentando en la última década, lo que supuso perpetuar el déficit financiero del sistema. En 1975, España estaba a 8 puntos por debajo de Europa en gasto social. En los años ochenta y principios de los noventa (años de gobiernos socialistas) la distancia de España respecto a Europa, en gasto social se redujo a 4,5 puntos del PIB. Desde el inicio del Gobierno conservador de Aznar, a pesar de la bonanza económica, volvió a incrementarse la distancia con Europa hasta 7,8 puntos en el año 2002, similar al de 1975.

En la última década el gasto sanitario público ha permanecido estancado, lo que ha producido un aumento del gasto sanitario privado, apoyado por las políticas fiscales de menor presión fiscal directa a las rentas más altas y desgravaciones de seguros de empresas, entre otros aspectos. En España el porcentaje de gasto sanitario privado sobre el total ha experimentado un incremento en torno a los 6 puntos, pasando del 22,6% en 1992 al 28,6% en el 2002, mientras que en el resto de países de la UE la financiación privada y pública se ha mantenido relativamente estable.

A ello hay que añadir la ausencia de una política para racionalizar el gasto farmacéutico, cuyo peso relativo ha pasado del 16,8% del gasto sanitario total en 1990 a un 23,36% en el 2003, en un contexto, por cierto, de congelación del gasto sanitario.

Este cúmulo de contrariedades del Sistema Nacional de Salud, generadas en los últimos años, indica que estamos ante un problema de Estado, que exige del concurso de todos; de toda la sociedad, de los agentes sociales, y por supuesto de las Administraciones. Y debe estar fundamentado, además, en dos principios básicos: de un lado, aumentar los recursos financieros, manteniéndolos acordes con el incremento del PIB nominal, junto con recursos adicionales que permitan reducir la distancia con la Unión Europea en financiación sanitaria. En este sentido, para conseguir tales objetivos y evitar tensiones entre Comunidades Autónomas, sería adecuado cambiar la actual Ley de Financiación de las Comunidades Autónomas, adaptándola a una nueva realidad que va a surgir de los nuevos Estatutos de Autonomía. En segundo lugar, mejorar la calidad y la eficiencia del conjunto del Sistema Nacional de Salud, ya que incrementar los recursos sin corregir las ineficiencias, provoca que se continúe alimentando estas últimas.

Y es en este escenario y no en otro, en el que estamos inmersos en un proceso de diálogo social. Un proceso que arranca en julio de 2004, con la declaración para el diálogo social realizada por el Gobierno y los agentes sociales. Distintas cuestiones son las que se han ido abordando, relativas al Salario Mínimo Interprofesional; otras, más instrumentales, referidas a la Comisión Nacional de Convenios Colectivos sobre Solución Extrajudicial de Conflictos o en torno a la regularización extraordinaria de trabajadores extranjeros.

Pero la reforma del mercado de trabajo, proceso en el que estamos inmersos en estos momentos, aparece como una cuestión central, en la que tan necesario es articular medidas de cambio, que hagan de la estabilidad en el empleo un objetivo irrenunciable, como de articular un modelo productivo que contemple la estructura del tejido productivo, las políticas públicas y privadas de inversión, los mercados de capitales o el marco fiscal.

Sólo la conjunción de ambas perspectivas hará posible incrementar los niveles de ocupación y de empleo y reducir de manera drástica los actuales e insoportables niveles de precariedad y temporalidad.

Una primera reflexión, a la que no es ajeno el actual escenario político, indica las dificultades para que CEOE suscriba un acuerdo en materia de mercado de trabajo. De otra parte, la propuesta de CEOE puede determinar el fracaso del acuerdo, ya que lejos de apostar por una propuesta articulada, se ha limitado a reclamar una mayor desregulación laboral y la reducción de cotizaciones sociales.

Esta posición de CEOE coincide en el tiempo con la renovación para 2006 del Acuerdo Interconfederal sobre Negociación Colectiva, lo que debe llevarnos a que nos replanteemos la renovación del Acuerdo Interconfederal de forma que exijamos a CEOE la negociación de aquellos aspectos que mejoren el empleo en términos de estabilidad y seguridad para no quedar simplemente en un pacto salarial. Es muy necesario, al igual que en otras materias, coordinar esta estrategia con UGT.

Por tanto, se trata de una situación enormemente compleja a la que asistimos, más si tenemos en cuenta que la posición del Gobierno en esta reforma incluye el abaratamiento del despido, la desaparición del concepto de nulidad en materia de despido, o algunas consideraciones manifiestamente insuficientes en materia de contratación y subcontratación.

Podemos asistir a un nuevo tren que pasa, sin abordar modificaciones sustanciales, además de necesarias, en materia de contratación, en un momento en que el mercado de trabajo tiene una situación más que preocupante. La precariedad y la temporalidad tienen efectos macroeconómicos, crean inestabilidad personal y social que brotará en el futuro, dualizan la sociedad, fomentan el incumplimiento de las normas laborales, empobrecen la negociación colectiva e incrementan los riesgos en materia de salud y seguridad en el trabajo.

En esta dirección es en la que hay que insistir, siendo objetivos en la dificultad para alcanzar un acuerdo con la CEOE y, por tanto, a tres.

Dicho de otra manera, las reformas en materia de mercado de trabajo tienen que entrar en el fondo del problema. Tienen que abordar las necesarias reformas en materia de contratación y de subcontratación, haciendo mucho hincapié en esto último, no sólo en lo que se refiere a su limitación, sino también a la responsabilidad de carácter solidario de la empresa principal de la concesión. Tienen que abordar los límites a la extenalización en las Administraciones Públicas, fundamentalmente a través de la reconversión en contrato indefinido del actual contrato indefinido no fijo. Una reforma que tiene que ver con la rotación, el encadenamiento de los contratos y el fraude en la contratación, con la acción inspectora, con los salarios de tramitación, prácticamente desaparecidos desde el decretazo, con la necesaria ampliación de la cobertura a determinados colectivos; en definitiva, con medidas que permitan devolver estabilidad donde hoy hay temporalidad y precariedad.

¿Cómo se sitúa el movimiento sindical en este escenario? En primer lugar, insistiendo en el acuerdo; si éste no es posible, hay que insistir en la estrategia de la que se dotó CC.OO. hace ya muchos años, superando la disyuntiva entre el resistencialismo y el atentismo a la espera de lo que hagan los gobiernos. En mi opinión, CC.OO. no debe incidir en la posición según la cual “el Gobierno legisla, y ya opinaremos posteriormente”. Hemos de insistir en mantener el proceso de negociación sobre asuntos concretos y muy importantes, sin duda; y hay que realizarlo, si es necesario, bilateralmente con el Gobierno en temas ya referidos anteriormente tales como contratas y subcontratas, REAS, contratación temporal…

Y todo este proceso requiere de movilización social, fijando las necesidades de cambio en materia de mercado de trabajo, situando a la patronal ante sus propias responsabilidades, que son muchas y decisivas, para la no existencia de acuerdos.

En materia de pensiones es fundamental que el movimiento sindical no se ponga a la defensiva. El sistema funciona, y su sostenibilidad está garantizada para un buen número de años. No obstante hay dos datos que conviene plantear. En materia de prestaciones, el gasto en España con relación al PIB es de un 8,3 por ciento, mientras que en la UE-15 es del 10,9 por ciento. Y, en segundo lugar: en España la financiación parte de la Seguridad Social, incluido el fondo de reserva, en tanto en algunos países de la UE la financiación parte también de Presupuestos Generales.

Un elemento fundamental es el de mantener el concepto de progresividad y solidaridad, abordando el necesario debate en torno a la edad de jubilación, que no se debería alargar, sino flexibilizar en función a los colectivos laborales, teniendo muy en cuenta que determinados riesgos laborales se incrementan con el tiempo de exposición.

El paso en la ampliación de derechos a sectores desprotegidos y no vinculados en la actualidad al Régimen General de la Seguridad Social, es prioritario, como también lo es incrementar por encima de la media las pensiones mínimas y más bajas.

Vinculado igualmente al Estado social, a un Estado que genere y garantice derechos y prestaciones para la población, previniendo situaciones de exclusión y vulnerabilidad, está el tema de la atención a las personas dependientes, cuestión ante la que nuestro país lleva un considerable retraso.

Un tema de suma importancia no sólo bajo la premisa de atender a una necesidad creciente en nuestro país en la medida en que la población experimenta un envejecimiento muy acusado y muy acelerado, que es fundamental, sino también sabiendo que las tareas de cuidado y atención a las personas dependientes están siendo asumidas en estos momentos dentro del entorno familiar, y más concretamente por las mujeres.

La eficacia en términos sociales que incorpora la atención a las personas dependientes es, por tanto, triple. Mejora notablemente las condiciones y la calidad de vida de las personas dependientes, a la par que permite avanzar en la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres a través de una serie de medidas que, sin duda, favorecen la conciliación entre la vida laboral y familiar, sin despreciar obviamente que nos encontramos ante un importante yacimiento para nuevos empleos.

Es necesaria y urgente, y parece que posible en las próximas semanas, la articulación de una Ley General en esta materia, por mucho que se trate de una materia transferida a la Comunidades Autónomas, que garantice, de un lado, la configuración de esta atención como un derecho subjetivo, por tanto, independiente de decisiones administrativas, y de otro lado, que garantice la suficiencia económica bajo criterios de equidad, para abordar los servicios que necesariamente se tendrán que poner en marcha.

Es la hora de una nueva transición social, productiva, tecnológica y medioambiental, en la que los sindicatos tienen que tener un papel protagonista, demandando que se incrementen los recursos educativos, bajo el principio de calidad e igualdad de oportunidades; políticas sanitarias y de servicios sociales que garanticen que el crecimiento económico revierta en una mejora del bienestar de toda la sociedad; políticas de vivienda que faciliten la emancipación de la población joven; políticas de inmigración que favorezcan la integración social de los trabajadores que vienen de fuera de nuestras fronteras a cubrir las necesidades laborales de nuestra sociedad.

Los sindicatos tienen igualmente que emplazar a empresas y poderes públicos, para que se acometa la necesaria modernización de la actividad productiva a través de instrumentos adecuados que anticipen el cambio tecnológico, con una mayor cualificación de la mano de obra, que favorezca la inversión en I+D+i, consiguiendo con ello unos mayores niveles de competitividad, de empleo, estabilidad y seguridad.

Asimismo es preciso avanzar hacia una actividad económica menos contaminante y más eficiente energéticamente, que participe activamente en la sostenibilidad del planeta, a través de procesos productivos más limpios y del desarrollo de fuentes energéticas renovables y no contaminantes. No es aceptable que nuestro país, ya en el año 2004, haya sobrepasado en un 300 por cien los límites aceptados internacionalmente de emisiones de gases de efecto invernadero para todo el período 1990-2012.

Y fomentar mecanismos, como el etiquetado social y medioambiental, que permitan que la ciudadanía, además de elegir un producto por su calidad, originalidad y precio, pueda hacerlo por la calidad ecológica y social de su proceso de fabricación. Ello impulsaría que las empresas internalicen los costes externos sociales y medioambientales que generan y que afectan al conjunto de la sociedad, por ejemplo los generados por el abismo social, como se ha visto recientemente en los disturbios de Francia, y los derivados de las emisiones de CO2, como nos recuerda casi diariamente el cambio climático.

Ni el sindicalismo ni la sociedad pueden permitirse que los que hace casi un siglo nos obligaron a perder el tren del progreso durante dos generaciones, nos hagan perder esta oportunidad de afrontar una nueva transición social, productiva, tecnológica y medioambiental, para que nuestro país entre con fuerza en el siglo XXI

En definitiva, estamos en un momento en el que se requiere más sindicato, más sindicalismo, una determinada concepción del papel del sindicato en la sociedad, en la que hemos denominado acción socioeconómica, pero también del sindicato en la empresa.

Son tiempos complejos, y el movimiento sindical, insisto, tiene la obligación de articular, de vertebrar el discurso social, de liderar la cultura de los derechos, más allá de la coyuntura política.

1 comentario

arturo (administrador) -

Hoy, día 4 de febrero, tengo un fallo en la enmaquetación de este artículo que espero solucionar en breve. Disculpad