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Por Orencio Osuna…

Por Orencio Osuna…

El 23-F, un golpe de carne y hueso

Cuando el teniente coronel Tejero subió a la tribuna del congreso el 23-F, con su pistola, su tricornio y su canesú, los gritos que profirió con su voz de malo de zarzuela, fueron la síntesis del programa político universal de la autoridad competente -militar, por supuesto- en todo tiempo y lugar: “¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo todo el mundo!”.


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Los Ben Ali, Mubarak, Gadafi, al Jalifa, y todas las autoridades competentes que en el mundo son y han sido, siguen confiados en mantener sometidos a sus súbditos mediante el ejercicio de la violencia, el terror, la mentira, el saqueo y la humillación permanente.

Esos son los instrumentos de la tiranía, se vistan de piadosos islamistas o beatísimos cristianos, o de pueblos elegidos, vistan con turbante o gorra cuartelera. Siempre están esos canallas dispuestos a salvarnos de los hermanos musulmanes de turno, de los comunistas, de los ateos, de los vendepatrias, de los terroristas de guardia. Tanto da, la cuestión es salvarnos de todos los males para preservar sus privilegios, sus cuentas en Suiza u otros apacibles refugios del imperio.

Resulta admirable como la autodenominada comunidad internacional, no la ONU, sino esa otra exclusivamente constituida por los ricos demócratas europeos y americanos, se inquietan por la estabilidad de esos países sometidos a tiranías hace décadas. ¡Cómo si la estabilidad de esos déspotas cleptómanos fuera un bien en sí mismo ¡Más vale tiranía conocida que democracia por conocer¡. Parafraseando a aquél lúcido presidente USA: esos tiranos son unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta.

Bien es cierto que el golpe de estado de 1981, urdido por un nutrido amasijo de militares criminales de guerra, guardias civiles lorquianos, serviciales periodistas, políticos codiciosos, jueces cómplices, empresarios chupones y porristas de Falange Española y de las JONS, alcanzó momentos inolvidables de una originalísima teatralidad muy española.

El soberbio antecedente del golpe del 3-E de 1874 en que el general Pavía entró a lomos de su caballo-con dos cojones ¡ sí señor ¡- en el hemiciclo para imponer a las Cortes, reunidas en sesión, al general Serrano como presidente, dota de continuidad histórica al golpismo español, sin duda, pero no resta un ápice a la innovación creativa que representa el 23-F en la historia de la ignominia.

Existe un general reconocimiento de que la mayor aportación de poética moderna española a la cultura universal es, quizás, el esperpento. Ramón María del Valle- Inclán consideraba el esperpento como una deformación intencionada de la realidad que le permitía criticar a la sociedad de su tiempo y de, creo yo, todos los tiempos. Max Estrella, el inolvidable personaje de Luces de Bohemia, decía que “el sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”. La escenificación del golpe de Armada /Milans /Tejero bien pudo haber sido una de las piezas de Martes de Carnaval de Valle. Pero, a pesar de su grotesca y desatinada exposición, nudo y desenlace, tan propias del esperpento teatral, las ráfagas de ametralladora que dispararon en el Congreso no eran de efectos especiales, ni los tanques que aplastaban las calles de Valencia eran de cartón piedra. Tampoco eran figurantes aquellos que ocupaban a mano armada los medios de comunicación y ordenaban retrasmitir siniestras marchas militares. Ni eran sombras creadas por la ingeniosa luminotecnia esos que dispararon, por ejemplo, contra el ayuntamiento de Santa Coloma de Gramanet balas de esas que matan y mutilan. Ni aquellos condecorados militares que durante largas, larguísimas, horas, esperaban en sus cuarteles generales a ver a qué bando les convenía apuntarse, eran esos personaje pletóricos de honra calderoniana que tanto gustaban fingir. Ni eran una claque todos esos que desde muchos rincones aplaudían a rabiar el drama de venganza que estaba teniendo lugar. Ni mucho menos eran unas etéreas musas los Alexander Haig, Henry Kissinger y demás portavoces del imperio que oprobiosamente declaraban que el golpe era “un asunto interno español” sobre el que no debían pronunciarse emulando, otra vez, la política de “no intervención” que condenó a la II República. Ni los portavoces de la iglesia católica mediante colosal ejercicio cartujano de silencio sepulcral durante el golpe, ni siquiera pueden ser confundidos por las estatuas parlantes del cementerio del Don Juan Tenorio de Zorrilla.

El golpe de estado del 23-F fue de carne y hueso, sus actores eran criminales irredentos, sus instrumentos eran terroristas y, sus designios, liberticidas. Hoy algunos “revisionistas”, de la estirpe de los Moa, Vidal, Sostres y demás excrecencias del franquismo, sostienen que el golpe fue el puro dislate de un puñado de locos manipulados en comandita por el CESID, la CIA, Moncloa, La Zarzuela, la masonería, las potencias envidiosas de España y, por descontado, por la partitocracia usurpadora. A fin de cuentas, fue una respuesta, quizás mal planificada, eso sí, a un “estado de cosas” insostenible. Ya se sabe, lo que profieren eternamente: España se rompe, la crisis económica lleva el hambre al pueblo, el terrorismo destruye la convivencia, la familia católica es denostada, se fomenta el genocidio con el aborto, las autoridades consienten la sodomía, la pederastia, la zoofilia y todo el elenco de comportamientos ateos y contra el sexto mandamiento que tanto les obsesiona. No debe extrañar que esos mismos sujetos escupan sobre la memoria de millones de españoles cuando usan las mismas falacias y los mismos sofismas a favor del golpe del 36 y de los crímenes del Generalísimo Franco.

Algunos hagiógrafos parecen hoy muy interesados en evidenciar que ante el golpe, la inmensa mayoría de los ciudadanos permanecieron confinados en sus casas y en silencio. Otros graciosos comentaristas propenden a mofarse de las numerosas escenas de miedo y pánico que protagonizaron algunos políticos, como esos que huyeron de las sedes de partidos y sindicatos para quitarse de en medio y ocultar los archivos de afiliados. Los que piensan así fingen no comprender que el 23-F un gélido viento de miedo heló la espina dorsal de nuestra sociedad, que los fantasmas de la guerra civil volvían de sus tumbas en una espantosa noche de Walpurgis, que muchos podían pensar que sus nombres estaban escritos en las listas interminables de los que habían de llenar de nuevo las cunetas. Como los abogados de Atocha en enero del 77 o los fusilamientos de Txiqui, Otaegui, Sánchez Bravo, García Sanz y Baena apenas cinco años antes. ¿Porqué no podían estar acojonados los ciudadanos ante el inaudito escarnio de violencia que se perpetraba ante sus ojos y oídos en el congreso de los diputados? ¿Acaso los ciudadanos valencianos debían salir esa noche a la calle a impedir con sus cuerpos el paso de los tanques de Milans del Bosch o los madrileños la columna de Pardo Zancada? ¿O Gabilondo desarmar a los ocupantes de Prado del Rey? ¡Vamos,anda ya¡.

Cuando el señor ese que hace de presentador del telediario del PP, el tal González Pons, convoca a los ciudadanos españoles a una imaginaria plaza de Tahrir para acabar con ¿el régimen? ¿el gobierno? ¿ZP? ¿el paro? ¿la ley antitabaco?, parece pensar que los españoles todavía seguimos en nuestras casas viendo la retrasmisión de una especie de programa televisivo “23-F 24 Horas”, es decir que todavía no se nos ha quitado el acojone del cuerpo. Claro que eso mismo pensaban el Ben Ali y el Mubarak y resulta que el pueblo era de carne y hueso, como el golpe del 23-F.

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