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Libertad y prensa. La necesidad vital de la información, de la verdad…

Libertad y prensa. La necesidad vital de la información, de la verdad…

Lippmann no caduca

El análisis del periodista más influyente del siglo XX en Estados Unidos sobre el oficio y sus relaciones con el poder mantiene su vigencia frente a la crisis política y de los medios tradicionales

Por LUIS M. ALONSO en La Nueva España

El negocio de Walter Lippmann (1889-1974), como cuentan sus biografías, consistía en vender influencia. Ejercía un enorme poder sobre la opinión pública y eso le dio también ánimos a lo largo de su dilatada carrera para convertirse en la conciencia del oficio, en ocasiones a fuerza de contradecirse a sí mismo. Nada impidió, sin embargo, que sus análisis en los tres primeros cuartos del siglo pasado sobre las relaciones entre la prensa y el poder y la vigencia del periodismo escrito sean hoy más que nunca la lección pendiente. Periodista y filósofo público, Lippmann se consideraba a sí mismo diputado de una circunscripción leal que comprendía a los diez millones de americanos más activos e ilustrados. Los hombres más poderosos de Estados Unidos esperaban su juicio antes de pronunciarse. Su biógrafo más importante, Ronald Steel, escribió que un político podía permitirse el lujo de no hacer caso de este poder, pero era un riesgo que no le convenía correr.

En 1920, Lippmann anunció la crisis del periodismo coincidiendo con un estancamiento de las democracias occidentales. Fue el primero en dar la noticia. Cofundador seis años antes de «The New Republic», confidente del presidente Woodrow Wilson y capitán del Ejército encargado de la propaganda en Europa durante la Primera Guerra Mundial, Lippmann hablaba con autoridad de cosas que nadie había dicho hasta entonces. Su punto de vista era pesimista, porque, como escribió en «Liberty and the news», traducido ahora en España bajo el título de «Libertad y prensa», el periodismo necesita de un entorno democrático solvente para ofrecer información veraz y la democracia no es nada sin periodismo. «Una prensa libre no es un privilegio, sino una necesidad vital en una gran sociedad», escribió.

Mientras que otros, críticos con la cobertura que los diarios habían ofrecido de la guerra buscaban una prensa libre de hipotecas de los anunciantes y los gobiernos, Lippmann veía la decadencia del periodismo en otros lugares: en su propia petulancia y en el afán de hacer valer la opinión en lugar de proporcionarle a lector los hechos. «No podemos hacer frente a la falsedad que nos rodea simplemente enarbolando nuestras opiniones. Tan sólo podremos conseguirlo si informamos de los hechos, y simplemente no mereceremos vencer si los hechos van en contra nuestra» («Libertad y prensa», página 78). Al escribir sobre la libertad y los periódicos, Lippmann lo hacía en 1920 acerca de algo que sigue siendo objeto de preocupación cuando se analiza el papel de los medios y, en concreto, el de la prensa. Sus ideas sobre el error, la ilusión y la mala interpretación en tiempo de guerra de las noticias resultan hoy tan frescas como ayer. «La crisis de la democracia es una crisis del periodismo», decía Lippmann. Y añadía: «No puede haber otra ley superior en el periodismo que decir la verdad y dejar en evidencia el mal».

Pero, al mismo tiempo, no se hacía ilusiones acerca de la dificultad que entraña informar verazmente de los hechos. Si ello dependiera de una cuestión de sinceridad personal, el porvenir de las noticias sería sencillo. Pero, como muy bien decía Lippmann, los problemas de la prensa moderna no tienen que ver únicamente con la catadura moral del periodista. Ni entonces, ni ahora. «Tiene que ver con el intrincado efecto de una civilización demasiado compleja para que sea suficiente con la observación personal de alguien». Cuando Walter Lippmann, nacido en una acomodada familia judío-alemana de Nueva York, escribió «Libertad y prensa» contaba con sólo treinta años, pero ya había tenido la oportunidad de foguearse como reportero de investigación a las órdenes de Lincoln Stefens, el primer «muckraker» del periodismo moderno, también había sido redactor de referencia en «The New Republic» y escrito discursos para Wilson, al que ayudó a formular su plan para hacer del mundo un lugar seguro para la democracia. Luego sus columnas en el «Herald Tribune» y el «Washington Post» le permitieron ser en los cincuenta años siguientes el periodista más influyente de Estados Unidos, no sin caer a veces en los riesgos del compadreo con los políticos, una conducta que él, por otra parte, denunciaba, como cuenta Ronald Steel. Se dejó influir excesivamente por Theodore Roosevelt y Wilson, que acabó por quemarlo. Sucumbió durante un tiempo a los encantos de J. F. Kennedy y permitió que lo engatusase el liante de Lydon B. Johnson, hasta que en los últimos años de su vida el encantamiento se rompió y se implicó emocionalmente en las protestas contra la guerra de Vietnam, en contra de la clase política que tanto le había adulado y temido a lo largo de su vida. El gigante, que en ocasiones había sido atacado por su conservadurismo, se convirtió así en un hombre mucho más cercano al bando que agitaba la bandera del contrapoder cívico.

Pero Lippmann era sobre todas las cosas un periodista orgulloso de serlo, y ya en 1920, con treinta años, experimentaba una decepción crítica y reflexionó sobre ella en tres libros esenciales: el citado «Liberty and the news»; «Public opinion», que cuenta con una versión española publicada por Langre, y «The phantom public». Desilusionado, de vuelta de París, donde observó con sus propios ojos cómo el Tratado de Versalles acababa con los principios idealistas por los que Estados Unidos había entrado en la Gran Guerra, se encontraba frente a una sociedad desconcertada que requería más que nunca de los medios para formar sus ideas y de unos medios carentes de profesionales preparados, agitados por la propaganda política, el patrioterismo barato y una democracia basada en el consenso y intervenida por los grandes grupos empresariales. No es extraño que escribiese lo siguiente: «El trabajo de los reporteros ha terminado así por confundirse con el de los predicadores, los misioneros, los profetas y los agitadores. La teoría habitual en el periodismo americano es que una abstracción como la verdad y una bendición como la imparcialidad deben sacrificarse siempre que alguien considere que las necesidades de la civilización lo requieren. Ante el dictum del arzobispo Whately de que lo realmente importante es si se coloca la verdad en primer o segundo lugar, un representante sincero del periodismo moderno respondería que él la coloca en segundo lugar por detrás de lo que considera el interés nacional. A juzgar por su producto, hombres como el señor Ochs o el vizconde Northcliffe parecen estar convencidos de que sus respectivas naciones perecerán y la civilización entera declinará a no ser que les concedamos que su concepción de lo patriótico mitigue el deseo de saber de sus lectores» (páginas 10 y 11 de «Libertad y prensa», editorial Tecnos). Adolph S. Ochs (1858-1935) y Alfred Charles William Harmsworth (1865-1922) fueron grandes editores de prensa. El primero hizo de «The New York Times» el diario más influyente de Estados Unidos, pese a la competencia amarillista de Hearst y Pulitzer. Northcliffe junto a William Aitken se disputaron en Gran Bretaña el mercado de las grandes tiradas sensacionalistas e influyeron notablemente en la opinión pública de entonces.

Nada más importante que la veracidad. Lippmann denunciaba, en tiempos de guerra, a quienes se pavoneaban de que el papel de los periódicos consistiese en ser edificantes y patrióticos por encima de la verdad. «Ya pueden los hombres de estado trazar programas de gobierno que terminarán en nada si los propagandistas y los censores pueden interponer una pantalla teñida donde debería haber una ventana al mundo» («Libertad y prensa» página 13). Las pantallas teñidas de todos los colores siguen interponiéndose o intentando obstaculizar la narración de los hechos en medio de una nueva desbandada política. El análisis de Lippmann, además de certero, no tiene fecha de caducidad.

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