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Advertencias para que no nos pille por sorpresa la verdadera situación que se está produciendo…

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Salir de la deudocracia, evitar la catastroika

Por Gerardo Pisarello, Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona

nuevatribuna.es

El año pasado, los periodistas griegos Katerina Kitidi y Ari Chatzistefanou lanzaron un sugerente documental sobre la realidad de su país que llevaba por título “deudocracia”. La categoría pretendía reflejar el nuevo tipo de régimen que la financiarización del capitalismo estaba generalizando en Europa: el gobierno de los acreedores. Un puñado de tenedores de deuda capaz de imponer su voluntad a la de millones de personas. El trabajo reunía varias virtudes. De entrada, mostraba cómo el crecimiento desorbitado de la deuda pública en Grecia obedecía, sobre todo, a los subsidios y privilegios fiscales otorgados a una minoría en detrimento de los intereses del grueso de la población. El documental mostraba de manera cruda cómo estas políticas habían contado con el beneplácito de gobiernos colonizados por grandes grupos inversores, como Golmand Sachs. Y cómo estos se habían servido para sus políticas de todo tipo de intermediarios privados y públicos: agencias de rating, bancos centrales, órganos de regulación que no regularon.

Varios meses después, los periodistas griegos lanzan un nuevo trabajo. El título es todavía más inquietante: “catastroika”. El neologismo juega con dos palabras: catástrofe y troika, en referencia al temible trío integrado por el Fondo Monetario Internacional, la Comisión europea y el Banco Central Europeo. Lo que se intenta transmitir es igualmente claro. Cómo las políticas de ajustes que se imponen a Grecia y a otros países de la periferia europea para satisfacer los intereses especulativos de los grandes acreedores conducen rectamente a la catástrofe social. El documental se centra en las privatizaciones de bienes y servicios públicos. Y explica con gran eficacia cómo forman parte de una estrategia que no es nueva. Que lleva aplicándose con ferocidad desde hace décadas. Para ello se remite al Reino Unido de Thatcher y Blair y a la Rusia de Yeltsin. A California, a París, a Buenos Aires y a La Paz. Al caso de los ferrocarriles, del agua, de la electricidad, de la educación y la sanidad públicas. Desde esa perspectiva, a lo que se asistiría ahora sería a una radicalización de este proceso privatizador iniciado en los años setenta del siglo pasado. Una radicalización que coincide con una acumulación aplastante de poder por parte de una oligarquía especulativa que cuenta con un férreo respaldo institucional y mediático. A más deudocracia, mayor catastroika.

Pero la catastroika no solo supone un asalto a los derechos sociales y a los servicios públicos. Cada vuelta de tuerca en los ajustes sociales entraña una nueva restricción a las libertades civiles, políticas y sindicales que se alzan contra los mismos. El desmantelamiento del Estado social no es solo una cuestión económica. Es una vía vertiginosa a la erosión del principio democrático y del Estado de derecho. Que este proceso pueda conducir a alguna variante de dictadura es todo menos una quimera. Ahí está el ejemplo del Chile de Pinochet. En Estados Unidos y Europa no parece haberse llegado a esos extremos. Pero si se atiende a la creciente criminalización de la protesta, al aliento de la xenofobia, al reforzamiento del Estado de policía y a la militarización, incluso, del espacio público, el horizonte es inquietante.

¿Cómo evitar, en este contexto, que la ya deteriorada democracia no acabe devorada por la insaciable deudocracia? ¿Cómo sortear la pendiente perversa que conduce a la catastroika de la privatización, la precarización laboral y el vaciamiento de las libertades públicas? El documental griego no duda en señalar una prioridad: detener el perverso chantaje que pide más ajustes, más rescates y nuevos recortes. Y para eso propone un camino: remover la opacidad con la que funciona este mecanismo. Dejar claro el origen, la composición y las condiciones de reproducción de la deuda. Deslindar la pública de la privada. Distinguir la deuda de las familias de aquella generada por operaciones financieras (o inmobiliarias, como en el caso español) claramente fraudulentas. Y rechazar aquellos pagos cuya ilegitimidad no pueda probarse.

Si se piensa en la impunidad con que se están tratando fenómenos con fuertes indicios delictivos como el de Bankia, la propuesta puede parecer utópica. Lo cierto, sin embargo, es que ocupó un papel central en países que experimentaron colapsos financieros similares a los de la eurozona como Ecuador o Argentina. En ellos, la sociedad civil, los movimientos sociales, presionaron para que la deuda de sus países –o al menos una parte de ella– fuera considerada “odiosa”. La Unión Europea atenazada por los intereses de la gran banca alemana parece lejos de este escenario. Pero algunas experiencias indican el camino. En Islandia, la población impuso un referéndum para no pagar la deuda generada por unas pocas entidades financieras. Y consiguió sentar en el banquillo a algunos banqueros y políticos. En Grecia, los movimientos sociales y sindicales griegos han impulsado un comité de auditoría de la deuda. ATTAC y otras organizaciones sociales están proponiendo que estos comités se expandan por toda Europa. Rechazar la deuda ilegítima, escalonar el pago del resto y revertir las regresivas políticas fiscales y de privatización hoy en marcha es fundamental para frenar el colapso social que se avecina. Porque lo que está en juego no es sólo la supervivencia de algunos derechos sociales básicos. Es la disputa entre democracia y deutocracia, entre democracia y catastroika. O, como dicen los indignados, entre la libertad real, para todos, o la servidumbre indefinida a manos de un puñado de poderes financieros y económicos y de sus intermediarios políticos.

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