Lo que también hay que saber para observar lo que unánimemente se califica como cumbre crucial para el futuro del euro de este fin de semana
¿Velocidades o fracturas de Europa?
nuevatribuna.es
En las últimas semanas se ha consolidado la idea, impulsada por varias cancillerías europeas bajo la tutela de Alemania, de favorecer una “Europa de dos velocidades” como una solución nueva a la parálisis institucional que domina a la Unión Europea y una vía de salida de la crisis económica. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, ni es una novedad ni es una solución.
Efectivamente, la Europa a dos velocidades ya existe. ¿Acaso se ha conseguido cerrar la brecha entre las economías y las regiones más prósperas y las más rezagadas? Se decía que la originalidad del proyecto comunitario, una de sus señas de identidad, era una combinación de instituciones y mercado al servicio de un objetivo que ya aparecía en su tratado fundacional: la consecución de crecientes niveles de convergencia. Pero la realidad de la integración europea es muy distinta. Resulta evidente, si se quiere mirar en esa dirección, que el espacio económico europeo está surcado de asimetrías productivas, sociales y espaciales: economías y regiones con distintas capacidades de crecimiento y acumulación, infraestructuras y tecnologías desigualmente repartidas en el territorio, creciente desigualdad en la distribución del ingreso y la riqueza, y dispar entidad de las políticas sociales.
Aunque los países periféricos parecían converger con el centro, lo hacían mediante un patrón claramente insostenible, basado en la división entre exportadores e importadores, entre acreedores y deudores. El modelo de crecimiento de las economías centrales se ha basado en la restricción salarial y el bajo crecimiento de la demanda interna, compensado, especialmente en el caso alemán, con el fuerte peso de las exportaciones, en gran medida al resto de la zona euro. Esto es posible por el “modelo periférico” (España, por ejemplo) basado en este caso en una fuerte expansión de la demanda doméstica apoyada por la mayor caída relativa de los tipos de interés reales y la igualación automática de las primas de riesgo con la creación de la moneda única. El resultado en estos países ha sido la acumulación de déficit crecientes por cuenta corriente -compensando la falta de demanda del centro-, la formación de burbujas y el endeudamiento de familias y empresas (que no del estado), sin que todo ello sirviera para elevar los salarios reales y reducir las desigualdades.
Porque el continuo empeoramiento de la distribución de la renta, que se refleja a lo largo de toda Europa tanto en la pérdida de peso de los salarios en la renta, como en una mayor dispersión salarial, es otro de los efectos de una unión monetaria que desde el principio avanza a dos velocidades. En esta europa, la contención salarial parece haberse convertido en el primer y casi único recurso para corregir tanto desequilibrio.
Estas europas estructuralmente heterogéneas y jerarquizadas han estado fuera de foco, a la sombra del resplandor generado por los progresos institucionales que culminaron con la creación del euro y de los años de crecimiento. Sin embargo, esta perspectiva, mucho más matizada, compleja y contradictoria, no sólo es necesaria para analizar el devenir del proceso de construcción europea, sus límites e inconsistencias, sino también para comprender la naturaleza estructural, sistémica, de la crisis económica.
En efecto, ésta se explica por los desequilibrios acumulados, enquistados, a lo largo del proceso de construcción europea. Esta es la contradicción de Maastricht y todo lo que ha venido después: el progresivo abandono del objetivo de la cohesión a medida que el proyecto europeo gira hacia la creación de la unión monetaria (o, mejor, la confianza en que las diferencias se eliminarían potenciando el funcionamiento del mercado, y ya sabemos el resultado) cuando la viabilidad del euro no es posible precisamente a causa de estas diferencias.
La insistencia en resolver la crisis atajando sus consecuencias (los problemas fiscales, derivados en gran medida de la propia recesión, la ingente cantidad de recursos públicos encauzados hacia las entidades financieras y la ortodoxia del Banco Central Europeo) en vez de sus causas (las asimetrías, las dos velocidades) genera el efecto contrario al buscado: agudiza los problemas de crecimiento, carga todo el peso del ajuste en los países periféricos y pone de manifiesto, con una inusual transparencia, los intereses distintos y la desigual posición de unos y otros –países excedentarios y deficitarios, acreedores y deudores, ciudadanos y mercados-. La crisis económica y las políticas aplicadas han reproducido e intensificado, hasta límites insoportables, las desigualdades: entre los que conservan su empleo y los que lo han perdido, entre los ricos y los pobres, entre los que se enriquecen con el desorden financiero y los que pierden los escasos bienes y activos que poseen, entre las grandes y las medianas y pequeñas empresas, entre los países acreedores y los deudores… entre el Norte y el Sur.
En este contexto, ¿cómo valorar la propuesta de las dos velocidades? No creemos que pueda entenderse como la materialización de procesos que avanzan a distinto ritmo pero que comparten un objetivo común (la integración económica y política) sino de la escenificación de una Europa fracturada y fracasada, que renuncia a un proyecto colectivo. O, mejor dicho, que no tiene otro proyecto que el que están alumbrando los mercados, que se sustenta en una redefinición de las relaciones de poder entre los estados y las élites europeos, en la captura de las instituciones por los grupos económicos, en la desregulación de los mercados de trabajo y en el desmantelamiento de los estados de bienestar, desviando masivamente recursos hacia el sector privado, privatizando parcelas sociales y convirtiéndolas en negocio. Digámoslo con claridad: no todos pierden con la crisis; para algunos se ha convertido en un formidable negocio y en una oportunidad.
Postular la necesidad de “más Europa” o de avanzar en una mayor “unión fiscal” contiene un mensaje vacío, insuficiente y equívoco. Lo que la Comisión y el eje franco-alemán están proponiendo no es en absoluto equivalente a más integración, más coordinación, más equilibrio, sino lo contrario: reforzar la “disciplina” fiscal y, en general, el sometimiento de las políticas económicas al credo neoliberal, bajo la amenaza de la intervención y la pérdida de derechos políticos. No es más gobierno europeo, sino refuerzo de unas instituciones faltas de legitimidad democrática que promueven las mismas políticas que han provocado la fractura actual. En realidad, la solución de la tecnocracia ensayada en Grecia e Italia no es una novedad: lleva años instalada en las instituciones europeas.
Estos y otros elementos no son, por supuesto, nuevos. Ya estaban presentes anteriormente, si bien hasta ahora no se habían dado cita en la misma coyuntura, con la misma contundencia, de manera tan explícita. Nos ha tocado vivir una situación dominada por la voracidad de los mercados, el acoso a los estados nacionales, el colapso de las izquierdas, la debilidad de las organizaciones sindicales y el sometimiento de las instituciones democráticas a los espacios informales de decisión.
La actual encrucijada europea requiere de una propuesta ambiciosa centrada en desactivar la capacidad especulativa de los mercados financieros, convertir el empleo decente y la cohesión social en el objetivo de las políticas económicas, redefinir los modelos productivos asegurando su sostenibilidad y detener la fractura social. Para recorrer ese camino, viable desde el punto de vista económico, para movilizar los recursos necesarios en esa dirección, se necesita, más que nunca, la voz activa, resuelta y disconforme de la ciudadanía: esa es la esperanza abierta por el 15M.
Fernando Luengo, profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, y Jorge Uxó, profesor de economía de la Universidad de Castilla–La Mancha. Ambos forman parte de la junta coordinadora de EconoNuestra.
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