La exclusión de los inmigrantes es solo el primer paso de un proceso de privatización...
La demolición programada de la sanidad pública
Por Aser García Rada, Pediatra y Periodista, en el País
"Seguro médico para toda la familia. Desde 36 euros al mes/persona”. Esto leen las fotocopias que empiezan a colgar de farolas y paredes del madrileño barrio de Malasaña. La operadora informa que trabajan con Mapfre y Adeslas y que las tarifas varían según la edad y el uso. Siendo joven y yendo poco al médico –el cliente estrella de las aseguradoras- es como se consigue la que se anuncia. En caso contrario, todo sube. Probablemente la relación entre estos anuncios y el hecho de que desde el pasado 1 de septiembre la sanidad española ya no sea universal no es casual, lo que evidencia cómo la sanidad privada será el gran beneficiario del promovido e interesado declive de nuestra sanidad pública. Y no solo porque se excluya a determinados colectivos que precisarán alternativas. El inminente recorte en prestaciones anunciado por Ana Mato, que implicará repagar servicios actualmente de acceso gratuito, además de golpear especialmente a los más desfavorecidos, conseguirá aumentar el número de pólizas. Pero esto es solo la boca de un sumidero nada casual.
Veamos. Siendo rigurosos, nuestra sanidad dejó de ser universal desde que se publicó en abril el real decreto, gestado en las esferas de índole económica del Gobierno, que degrada nuestro hasta ahora Sistema Nacional de Salud a uno de Seguridad Social, un retroceso que nos retrotrae a la época previa a la Ley General de Sanidad de 1986. La diferencia no es baladí. Mientras el primero se financia por impuestos generales y da cobertura a todos los ciudadanos, el segundo lo hace por cuotas de los trabajadores que revierten fundamentalmente en ellos. La mayoría de los mejores sistemas sanitarios, como los de los países nórdicos, Reino Unido, Italia, o hasta hace poco España, se configuran como Sistemas Nacionales de Salud, sistemas sólidos que tienen en común la dificultad que tiene la iniciativa privada para penetrar en ellos, al menos inicialmente. Si el sistema funciona razonablemente bien, ¿por qué contratar un seguro privado?
Así, para abrir paso al capital se ha establecido un plan de deterioro secuencial en el que el ministerio de Sanidad, sin liderazgo para ejercer de contrapeso frente al de Hacienda, actúa más como peón que como alfil. “Fomentaremos la colaboración publico-privada para la gestión de las infraestructuras y servicios públicos”, aseguraba la página 150 del programa electoral del Partido Popular para las últimas generales. La idea es sencilla: inicialmente se desacredita el sistema público para luego plantear la iniciativa privada como solución, pese a que los sistemas sanitarios con más participación privada son los más caros del mundo: véanse, frente al 6,5% del PIB dedicado a sanidad pública en España, a EEUU con el 17.4%, o a Holanda que tras implantar en 2006 su modelo de aseguramiento privado obligatorio pasó del 9% al 12%.
¿Y cómo se desacredita? Fomentando un discurso que cuestiona su sostenibilidad y recuerda sistemáticamente su amplia deuda acumulada –unos 15.000 millones de euros- como si ese desequilibrio fuese consustancial al sistema y no fruto de lustros de políticas autonómicas de marcado carácter populista, fomentadas por un gobierno central permisivo y que, lo mismo que nos han llevado a tener aeropuertos sin aviones, AVE sin pasajeros, o autopistas sin coches, nos han conducido a multiplicar innecesariamente el gasto en infraestructuras y tecnologías sanitarias y en medicamentos financiados. Los ciudadanos no somos inocentes, todos queríamos un hospital y un robot cirujano en nuestro barrio aunque sean ineficientes para mejorar nuestra salud. Los profesionales tampoco. Por desinterés, ignorancia, o connivencia, hemos mirado de lado.
Por su parte, casi ningún político reconoce que, especialmente desde que en 2002 se consumaran las transferencias sanitarias a las diez últimas autonomías, los criterios electoralistas han primado sobre los técnicos, lo que disparó el gasto sanitario del 5,4% en 2004 al 6,5% actual en lo que alguno ha denominado la “burbuja sanitaria”.
Periódicos rescates del gobierno central durante una década de bonanza mitigaron el descalabro hasta que, tras el inicio de la crisis financiera en 2008, eso dejó de ser posible. Por ejemplo, en Madrid se han construido desde 2003 diez hospitales y más de 70 centros de salud sin que se haya modificado la población de forma equiparable, sin que haya aumentado el número total de camas y bajo un modelo de colaboración público-privada que a la larga triplicará los gastos, como ya saben en Reino Unido donde nos llevan décadas de ventaja en esto. Otra comunidad, Cantabria, con 600.000 habitantes –menos de la población que cubre alguno de los centros madrileños- tiene cuatro hospitales, dos abiertos en los últimos años. Y así podríamos repasar autonomía por autonomía. ¿Cómo se les queda el cuerpo, pacientes abusadores?
Porque cuando no se asumen responsabilidades, hay que buscar culpable. El archimencionado “abuso” va en esa línea y justifica de paso la implantación de repagos que dificultan el acceso, otra bomba a la línea de flotación pública y otro regalo a la sanidad privada. Y por ahí llegó también la inexplicable exclusión de, entre otros, los indocumentados aprovechando el atavismo de apelar al odio al extraño. "No tener derecho a la tarjeta sanitaria no quiere decir que no lo tengan a la asistencia sanitaria, sino que no lo tienen utilizando una tarjeta que les confiere derechos para uno mismo y para sus familiares". Con esas palabras que hay que leer varias veces para entender en toda su obscenidad y que pasarán a la historia de la hipocresía más absoluta, la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, rubricaba a la salida de uno de esos consejos de ministros del terror este despropósito.
Despropósito porque supone eliminar una medida humanitaria elemental y porque, como abrumadoramente atestigua la evidencia científica hasta las antípodas, los inmigrantes son más jóvenes, están más sanos y usan menos los recursos sanitarios. Menos incluso los irregulares, porque persiste su miedo a ser identificados y expulsados. También porque no son ellos sino otros ciudadanos occidentales los turistas sanitarios con los que se les persigue identificar, y porque son pocos, entre 150.000 y 300.000 -un 0,7% como máximo de la población-, lo que convertiría en irrisorio un supuesto ahorro que, fíjense, el propio ministerio de Sanidad reconoce no haber cuantificado. Ahorro en cualquier caso improbable pues se augura una crisis de salud pública y porque la evidencia también demuestra que limitar la accesibilidad -por ejemplo con un repago- implica que los pacientes acudan más tarde y peor, requiriendo finalmente tratamientos más costosos. También porque la medida entra en vigor cuando aún no se ha aprobado la alternativa propuesta para aquellos indocumentados –personas sin trabajo o con trabajos ilegales y precarios- que quieran mantener su cobertura pública, la de pagar 710 o 1.864 euros anuales según si son menores o mayores de 65 años, respectivamente.
Pero es probable que esta medida absurda y su delirante alternativa sean la clave para entender qué nos espera. Si se ha aplicado una medida tan polémica, carente de soporte técnico y de estimación de ahorro, caben a mi juicio tres posibilidades. O bien nuestros responsables son incompetentes, o bien es un guiño populista a los sectores más conservadores, o la más plausible y que, aprovechando la excusa de la “crisis”, supondría el fin literal de casi tres décadas de una magnífica sanidad pública con el que algunos sueñan. Esta es, que los irregulares hayan sido el globo sonda tras el que vayamos los demás. Es decir, que de aquí a que toda persona tenga que contratar un seguro, bien ese público que ahora el estado ofrece a los inmigrantes, bien uno anunciado en el cartel de una farola, pudieran quedar pocas fases de esta demolición meticulosamente diseñada.
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