El PP, la democracia y la sanidad pública
Artículo de opinión del psicoanalista y ensayista Francisco Pereña autor, entre otros de “La pulsión y la culpa” (2001), y “El hombre sin argumento” (2002).
¿Qué relación guarda la destitución del equipo responsable del Área 9 de Salud Mental con la persecución y destitución del equipo del Dr. Luís Montes del Severo Ochoa? No me refiero al hecho de que el gerente y el consejero hayan aprovechado las circunstancias del sobreseimiento de la causa contra los médicos inculpados del Severo Ochoa y el consiguiente revuelo suscitado para, de manera esquiva y precipitada, poner en marcha el desmantelamiento del equipo de Salud Mental. Sin embargo, creo que algo más liga ambos actos de barbarie. Se dirá que ese algo es obvio: el ataque a la Sanidad Pública. Pero, ¿por qué tanto interés en desmantelar la Sanidad Pública? Si pudiéramos
responder a esta pregunta, sería más fácil explica el porqué ese ataque se orienta con tanta virulencia contra la Unidad de Cuidados Paliativos del Severo Ochoa y contra el Instituto Psiquiátrico José Germain de Leganés. Ambos tienen en común el ser baluartes de una Sanidad Pública resistente. Quiero decir que ambos se han caracterizado por tratar a sus pacientes aprovechando al máximo los recursos de que disponían, sin negarse nunca ni en ningún caso a la asistencia. Los jóvenes médicos que han pasado por esos servicios, con esos equipos de coordinación, han adquirido en la mayoría de los casos un estilo, una manera de ejercer su práctica que se caracteriza por la dedicación, la
compasión y la generosidad, características inherentes a la Sanidad Pública.
Ambos servicios tienen en común otro aspecto, y es que la subjetividad del paciente está en primer plano, sea el moribundo y su agonía, sea el enfermo mental y su extravío psíquico. En ambos casos se trata de una práctica que no se puede ejercer sin compasión. Cierto es que en este terreno la Iglesia siempre ha pretendido mostrarse superior. Ellos, los del traje talar, serían los expertos de las turbaciones del alma y a fin de cuentas los amos del tránsito último del hombre. Que el tratamiento del alma y de la muerte se secularizara, nunca dejó de molestar a la hipocresía clerical que, lejos de la
compasión, lo único que propone es el "juicio final", con lo que de terrible tiene el temor a la condena eterna, precisamente a la hora de aliviar el dolor del moribundo o la angustia del extraviado psíquico. Nunca, por más que se quiera ocultar, ha dejado de resonar la condena moral en el campo de la enfermedad psíquica.
Y sin embargo, no creo que ni Lamela ni Güemes estén guiados por consignas religiosas. ¿Qué les guía entonces para que con tanta ferocidad y tirria se lancen sin la menor turbación contra servicios éticamente admirables y profesionalmente prestigiosos? Recordaré sólo en este momento al Dr. Manuel Desviat, director médico hasta hace unos días del Instituto Psiquiátrico José Germain de Leganés. Manuel Desviat ha constituido para todos nosotros, ya para más de dos generaciones, una referencia a la hora de pensar cómo organizar una psiquiatría comunitaria. El área de Leganés, donde Manuel Desviat mantiene su práctica desde hace ya más de 30 años, es la referencia de la Reforma Psiquiátrica en España y en Latinoamérica, donde es ya desde hace años consultor de la OMS para la reforma psiquiátrica en esos países.
Por qué entonces el interés de estos políticos del P.P. en acabar con el prestigioso Instituto Psiquiátrico José Germain, en acabar con la psiquiatría pública, cuando podrían utilizarla para su propio prestigio? El P.P. ha supuesto un nuevo modo de relación con el poder, un nuevo modo de hacer política, en el que la moral pareciera cosa de pobres sesentaiochistas. Se puede mentir y calumniar, si con ello se consigue el objetivo. Si el contrario tiene un buen argumento contra ti, aprópiate de él y se lo devuelves. Insiste,
no vaciles, busca tu clac periodística y ya verás como da resultado. Pero esta separación tan radical entre política y moral forma parte de un tipo de política basado en el mantenimiento del poder en sí mismo. No es algo exclusivo del PP. Por tanto, lo que el P.P. supone de cambio en las relaciones de poder no es sólo el divorcio entre política y moral. Hay algo más, busca un modo de absolutismo.
Sabemos de la violencia fundacional del Estado. El poder viene de la violencia. Alguien puede a otro. Un grupo se impone sobre la vida de los otros. El asesinato, el estupro y el pillaje están en el origen del Estado.
Ese residuo de la violencia fundacional tiende a manifestarse permanentemente como ejercicio de la fuerza. Contra la violencia fundacional, el Estado busca un modo de racionalidad y de legitimidad. La legitimidad se buscó durante tiempo en la trascendencia divina, y de ahí vino el axioma de auctoritas para el pontífice y potestas para el emperador. Era una forma rudimentaria y escasa de racionalidad, pero al menos establecía una cierta separación de poderes sin la cual el regreso de la violencia fundacional es inevitable. Pero siempre que se ha pretendido que el Estado sea la expresión misma de la racionalidad, el Espíritu objetivo en el caso de Hegel, el resultado ha sido el retorno despiadado de la violencia fundacional. De ahí que se buscara dentro del Estado un tipo de racionalidad que supusiera un modo interno de distribución de poder. Puesto que el poder tiende por su propia naturaleza a no
distribuirse, la distribución organizada dentro del mismo Estado entre diversos poderes es una manera de contención del absolutismo del poder. Es lo que conocemos como democracia.
El criterio democrático es enemigo de la concentración de poder en un solo órgano o instancia. Ya no es sólo la distribución y diferenciación de los tres poderes clásicos: legislativo, judicial y ejecutivo. También está la extensión de ciertas formas de autonomía del poder como, por ejemplo, la Universidad o el Hospital, entre otros. La garantía de esa autonomía es su condición de públicos. No habría libertad de enseñanza si dicha libertad no estuviera garantizada por el Estado, pero el modo como el Estado garantiza en este caso la libertad de enseñanza (o algo parecido a la libertad de enseñanza), es creando las condiciones para no poder intervenir, como tal Estado, en el
control de la enseñanza. El carácter público, es decir, de sostenimiento y regulación estatales, es lo que permite la autonomía de enseñanza o de clínica. Si una universidad o un hospital se privatizan, entonces serán los dueños los que decidirán en última instancia qué se enseña o qué asistencia clínica se hace. El enseñante o el clínico estarán bajo la vigilancia de sus amos. Por eso, cuando tantos colegas ponen el grito en el cielo ante el desmantelamiento de la Sanidad Pública, recurriendo al argumento de que la
privatización es notoriamente más costosa desde el punto de vista económico, se equivocan, pues lo que está en juego no es el criterio económico sino el político, el retorno a la violencia fundacional. El desmantelamiento de la Sanidad Pública no se rige por criterio económico sino político. La sanidad concertada implica que el cargo político es amo y señor, vía concertación, de los profesionales de la salud.
Se dirá, ¿y qué interés puede tener el poder político en socavar al Estado democrático que es su razón de ser y lo que le da legitimidad? Hay uno fundamental: es el modo de asegurar la permanencia en el poder. El poder tiende de por sí a reproducir la violencia originaria fundacional. Esa violencia se muestra como ejercicio personal y arbitrario del poder, se llame caciquismo, tiranía o mafia. El poder político se hace democrático como salida de la barbarie. Pero el poder no soporta bien la limitación democrática. Si a eso se añade que en España dicho retorno de la tiranía posee la inercia de lo que no fue derrotado o desplazado sino sólo aplazado por un tiempo, se comprenderá lo fácil y cómodo que resulta para la derecha política española el ejercicio de la arbitrariedad y de la tiranía. Destruir lo público se convierte así en primera condición para que la sociedad civil, el entramado de la vida social y de los modos de ganarse la vida, quede a merced del poder político. Eso ya no dependerá de la voluntad de las personas. Al desaparecer
la autonomía en el ejercicio profesional público, la red de dependencias y de servidumbres que se crea, irá aniquilando de manera irreversible la capacidad de pensar por cuenta propia, de decir que no y tomar una posición crítica constante con lo que se hace. El empobrecimiento general creará un clima de mediocridad y de humillación que hará de todo desacuerdo un conflicto de poder y, por tanto, una necesidad de victoria. Cuando el poder político se desliga de su vínculo con la palabra, de la prescripción romana pacta sunt servanda, cuando entonces la palabra queda del todo degradada como promesa o como aspiración a la verdad, el pacto social está roto. No queda más que la
humillación. Es el triunfo de la mafia, la sustitución del Estado por la mafia.
En el ámbito de la Salud Mental, el coste del desmantelamiento de la Sanidad Pública tiene una primera expresión de barbarie: veremos al enfermo mental desamparado, de nuevo devuelto a su anonimato manicomial. Al desaparecer los equipos de Salud Mental que han creado un espacio de asistencia, discutible o no, mejorable o no, pero que constituía un espacio de referencia del enfermo mental, al desaparecer esos equipos, el enfermo mental volverá a la terrible y cruel caminata del anonimato entre profesionales desconocidos y desconectados entre ellos mismos. Uno será el del ingreso, otro el del ambulatorio, en otro ámbito estará la asistencia social que quede, y ese enfermo será un fantasma sometido de nuevo al desconocimiento y a la crueldad de un sistema que únicamente tiene como objetivo su reproducción como poder actuante inaccesible al cuestionamiento. Muchos médicos se acomodan, al abrigo de sus antiguos
privilegios. Ignoran que cuando su amo sea, por ejemplo, una constructora, perderán no sólo su autonomía (de tratamiento y de exploración) sino también sus privilegios.
Mientras todo eso sucede, las primeras páginas de los periódicos llevan días dedicadas a las rencillas entre Ruiz Gallardón y Esperanza Aguirre. ¡Muy divertido¡ Quienes coquetean con el P.P. y le ríen sus gracias, deberían empezar a entender que esto no es una broma.
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