Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio. (Artlo. 31 de la C.E., sección de los DERECHOS Y DEBERES DE LOS CIUDADANOS)
La justicia tributaria es un deber, no una posibilidad
Gabriel Moreno González – ATTAC España
Ahora que estamos inmersos en un proceso desconstituyente por parte de nuestros representantes, quienes han prostituido impunemente la soberanía nacional al consagrar el neoliberalismo en nuestra muy criticada (y con razón) Carta Magna y ceder ante el chantaje de los mercados, tendríamos que hacer un esfuerzo por recuperar y sacar del olvido algunos de los principios más esenciales que la propia Constitución vejada elevó en su momento al más alto grado jurídico.
Hay un artículo en concreto que hace tiempo se ha querido olvidar por parte de nuestros legisladores y gobernantes y, por qué no decirlo, por parte también de las voces más críticas del ámbito académico. Es sin duda el precepto más odiado por el capital y sus titulares, por los neoliberales y economistas más rancios. Hablamos del artículo 31 de la Constitución, que proclama solemnemente, pero sin ambages, que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.”
He aquí uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia. El deber de todos, de todos sin excepción (principio de generalidad tributaria), a contribuir a las arcas del Estado mediante el pago de impuestos, un pago que ha de ajustarse a la capacidad económica de cada sujeto (persona física o jurídica) al supeditarse todo el sistema tributario a los principios de justicia, igualdad y progresividad (paga más quien más tiene). Estos principios constitucionales tributarios deben imperar en toda política fiscal y su proyección alcanza a todo el ámbito tributario, desde el IBI al Impuesto sobre el Patrimonio. Pues bien, desde un tiempo no muy lejano (léase Aznar), este palmario mandato constitucional (quizás el más contundente y preciso de todos) ha sido continuamente vulnerado.
¿Dónde está la justicia tributaria, la igualdad y la capacidad económica en el vergonzoso 1% de las SICAV? ¿Dónde aparece el artículo 31 de la Constitución en las SOCIMI? ¿Cómo se compagina la progresividad con las humillantes deducciones, reducciones y otras bonificaciones fiscales de las que es beneficiario el gran capital español? ¿Por qué no entra en ese “todos contribuirán” las operaciones financieras transnacionales o las vergonzosas actividades especulativas de los hedge funds?….y la lista sigue y sigue. La justicia tributaria que quería nuestra Carta Magna y que quiso, no olvidemos, un por entonces difuso constituyente español, únicamente recae en las espaldas de los trabajadores y asalariados, quienes son los que verdaderamente soportan el peso de los impuestos. A pesar de que la capacidad económica se ha ido desplazando en los últimos años desde las rentas del trabajo a las rentas del capital, el legislador tributario ha obviado esta evidencia y ha prolongado un régimen fiscal altamente injusto y anacrónico, donde se sigue teniendo como eje vertebrador al salario. Los principios constitucionales tributarios se han ido apartando poco a poco, gobierno tras gobierno, dejándolos en un cajón de la Moncloa… no vaya a ser que los inversores salgan corriendo hacia mejores paraísos fiscales, que nos abandonen nuestros acreedores o que las entidades financieras se depriman. Hasta tal punto han sido degradados por el devenir legislativo y político que su esencia solo es mentada, más como reliquia que como deber constitucional, en los manuales y clases de derecho financiero. La sola lectura del precepto nos recuerda a tiempos pasados, donde las rentas del trabajo constituían el principal soporte de nuestra economía. Y es que nuestros gobernantes, el Tribunal Constitucional y, lo que es peor, el conjunto de la sociedad, siguen viendo como ejemplo paradigmático de este artículo al trabajador asalariado. Impera todavía entre nosotros la noción de una economía industrial de intercambio tradicional de bienes y servicios, una noción en la que aún no hemos sido capaz de introducir como verdadera piedra angular del sistema económico al mundo financiero.
De aquí viene su desregulación, que, aupada a la política por el neoliberalismo thatcheriano, es la principal causante de una crisis económica que ahora se achaca al Estado. El movimiento de capitales transnacionales y las actividades financieras de los grandes conglomerados bursátiles y bancarios, que son a día de hoy los principales actores de nuestra economía, han de arrodillarse ante lo que la Constitución como norma suprema del ordenamiento (parece que hay que recordarlo estos días) consagra como un claro mandato, abiertamente infringido en su espíritu por la política fiscal de los últimos decenios.
Pero, ¿cuál ha sido, exactamente, la justificación de esta injusticia permanente en nuestro sistema tributario? Pues hete aquí con nuestra querida amiga la globalización. La competencia fiscal entre Estados y la facilidad del mundo financiero para moverse sin dilaciones y obstáculos por encima de las fronteras de las anticuadas naciones decimonónicas, han sumido en el olvido los principios de justicia tributaria reconocidos en la inmensa mayoría de los sistemas constitucionales de occidente. Y no nos podemos olvidar, claro está, de nuestra también muy preciada Unión Europea o globalización institucionalizada, que desde su existencia se ha preocupado más por una unión monetaria que deja desamparados a los Estados, que en un atender a la palmaria exigencia de una mayor justicia tributaria. Lo que ahora Merkozy, de la mano del BCE, quiere denominar “unión fiscal”, no es más que un remiendo chapucero de difícil base jurídica (y menos aún económica) que, en aras de la tan manida austeridad, va a cumplir finalmente el epitafio de Tácito que ya pesa sobre la cada vez más cercana tumba de una Europa moribunda, sentencia que nos recordaba también hace unos días Martín Wolf: “Ellos crean un desierto, y lo llaman austeridad”.
Es evidente, por ello, que la actualización y materialización efectiva del artículo 31 de la Constitución, no puede hacerse solamente desde la débil posición del Estado-nación. Ha de venir acompañada, y con intensidad, por una Unión Europea más social y democrática que utilice su privilegiada situación supranacional para someter al suave yugo de la justicia tributaria al mundo financiero. Hemos de exigir, pues estamos en nuestro legítimo derecho, que los principios tributarios que nuestra Constitución establece se cumplan en su adaptación y concreción legislativa, que se creen nuevas figuras tributarias que equilibren la balanza y redunden en una mayor redistribución de la renta. La implementación del ITF a nivel europeo, la elevación de los tipos impositivos a las instituciones de inversión colectiva o una mayor imposición y progresividad a lo beneficios derivados del capital (las eufemísticas rentas del ahorro), son algunas de las medidas que harían efectivos unos principios olvidados por la desidia y el pensamiento económico dominante.
No es cuestión de ideologías. Es cuestión de cumplir lo que la Constitución nos manda. A todos.
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