La esperanza de un futuro más luminoso no puede ser puramente contemplativa, sino que hay que cimentarla con batallas cotidianas contra los ataques feroces del capitalismo financiero
El futuro es ayer
Por Eduardo Mangada
Foto: Imagen de la manifestación del 1º de Mayo en Madrid de 1979. Foto:: Prudencio Morales
nuevatribuna.es
En el polvo provocado por este derribo, en el que se amontonan los escombros de un estado de bienestar (más o menos desarrollado) que creímos haber conquistado como seña de una cultura socialdemócrata, es difícil mirar al futuro. Los ojos se llenan de arenilla y el horizonte se oscurece. Crece el miedo ante el riesgo impredecible que nos amenaza globalmente (Ulrich Beck). Renunciamos a nuestra libertad a cambio de una seguridad policial que nos convierte, cada día con mayor fuerza y velocidad, en súbditos, que no ciudadanos. Súbditos mudos y resignados, no por imposición de los líderes políticos, afónicos y ciegos en su mayoría, ni de nuestros gobiernos formalmente democráticos, sino de los poderosos mercados, de los bancos. Nuevos amos en un mundo globalizado, porque con nuestros votos cada cuatro o seis años damos el poder a los políticos que elegimos para gobernar países y ciudades y estos políticos malvenden el poder que les otorgamos a los bancos a bajo precio, en antros oscuros. Sin darnos cuenta, con nuestros votos estamos dando el poder a los bancos.
Con el derribo del estado de bienestar se destruyen nuestros derechos sociales, conquistados en una dura batalla de al menos dos siglos; se destruye nuestra dignidad y, al fin, se destruye la propia democracia.
En este ambiente, en este panorama sin horizonte, no somos capaces de pensar, aspirar y proponer un futuro esperanzador que nos dé fuerzas para salir de la agobiante atmósfera que respiramos. Un proyecto de una sociedad que no sea constreñida por el miedo global, por la pérdida del trabajo, de la enseñanza, de la protección en la vejez o la hecatombe climática. Un futuro más justo y solidario, es decir, una democracia real, representativa y participativa a la vez, en la que de nuevo nos sintamos y actuemos como ciudadanos que han recuperado la palabra y la esperanza.
Frente a este horizonte oscuro y duro como un muro de hormigón, añoramos y volvemos la vista hacia un pasado no muy lejano (apenas unas décadas) en el que, al menos en Europa, pudimos sentirnos protegidos frente a los riesgos que nacen de una sociedad imperfecta, tales como el paro, el desahucio, la vejez empobrecida, la educación o la sanidad privatizadas. Protegidos frente a un capitalismo agresivo (o, si prefieren edulcorar esta palabra, llamémosla “sociedad de mercado”) que trasforma implacablemente nuestros derechos sociales, nuestros servicios públicos, en una mercancía, en materia de negocio económico.
Añoramos un mundo regido por una cultura socialdemócrata, que iba extendiéndose y consolidándose en nuestro entorno más próximo. Una socialdemocracia acosada y combatida desde la izquierda radical, degradada como una componenda burguesa que impedía una auténtica revolución anticapitalista. Pero frente a ese desprecio, podemos reclamarla hoy como la única utopía realizada y aún realizable en una sociedad avanzada técnica y culturalmente y calificarla como una revolución capaz de civilizar la relación ricos-pobres, capital-trabajo. Su carácter de auténtica revolución lo podemos afirmar hoy cuando somos testigos de la ofensiva a muerte contra ella, desencadenada por el capitalismo dirigido por un neoliberalismo salvaje que se impone como pensamiento único a lo ancho y largo del planeta Tierra.
Cuando Lula triunfa en Brasil, una viñeta del Roto retrata a dos ricachones fumando hermosos puros. Le cuenta uno al otro –“En Brasil han elegido Presidente a un tío que dice que quiere que todo ciudadano tenga garantizadas tres comidas al día”– a lo que contesta el otro –“Hay que matarlo”– (con palabras parecidas). La propuesta de Lula era auténticamente revolucionaria.
Para dar solvencia a mi afirmación de que la socialdemocracia y su concreción en el estado de bienestar supuso y sigue siendo una revolución, tomo prestadas unas líneas de Manuel Castells. Revolución, “fuerte palabra, evocadora de destrucción y violencia. Y, sin embargo, técnicamente hablando, una revolución política es el proceso de cambio estructural de las formas de gobierno por caminos no previstos institucionalmente. Frecuentemente con acciones pacíficas, aun con episodios de violencia aislada”. En un proceso revolucionario, entendido así, fueron conquistándose derechos sociales y servicios públicos por parte de la llamada clase obrera, hoy población asalariada. El desmantelamiento de estas conquistas es el objetivo de la actual “contrarrevolución capitalista”.
Ataque que amenaza ser exitoso cuando vemos desmantelar, ante nuestros ojos apáticos, todas y cada una de las conquistas sociales que hemos llamado estado de bienestar. La ausencia de un proyecto, de una convocatoria social capaz de abrir una ventana en este oscuro horizonte, obliga a la búsqueda de un posible futuro volviendo la mirada hacia un pasado más justo, aún próximo y todavía viable. No se trata de añorar una lejana edad de oro como los discursos de nuestros clásicos o los regeracionistas historicistas, sino de buscar un punto de apoyo que nos impulse hacia un mañana. Nuestro mejor futuro es nuestro buen ayer.
Escribo estas líneas a la vez que leo en El País (06-09-13) el rescate de la generación beat, con Kerouac como mascarón de proa, aún realidad excitante para una nueva generación de escritores, que son capaces de afirmar: “los beats no están detrás de nosotros: ¡están por delante!”.
La socialdemocracia europea que se consolida en muchos países, con mayor o menor amplitud y fuerza, en un periodo de tiempo que se extiende desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años ochenta del pasado siglo, cuando se inicia la ofensiva neoconservadora dirigida por la pareja Thatcher-Reagan, podemos considerarla hoy como un “periodo clásico”. Aplicado al arte, clásica es aquella obra que se singularizó como excelente en su momento y así fue reconocida y valorada por la sociedad de su tiempo y que hoy todavía sigue viva y nos sirve para interpretar y trasformar nuestro presente. No es mal camino recuperar un clásico que nos sirva de guía, mientras esperamos la aparición (con nuestro compromiso y trabajo) de un nuevo paradigma, una nueva utopía igualmente revolucionaria, que anuncie el próximo nacimiento de un mundo más libre e igualitario. Más feliz. Una esperanza que cobra fuerza y credibilidad si valoramos los grandes movimientos de los “indignados del mundo”, en la Puerta del Sol o en Wall Street, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, la Vía Campesina y las múltiples “primaveras” ricas en un inicial entusiasmo democrático y contradictorias en sus primeras conquistas, como germen de unas nuevas formas de lucha política que supere los ensimismados y apáticos partidos tradicionales, alumbrando nuevos mecanismos y nuevas organizaciones sociales capaces de reconducir y revitalizar la democracia.
Pero no basta con esperar la aparición de nuevos paradigmas y movilizaciones sociales en un futuro diluido en el tiempo. Es urgente y necesario actuar hoy mismo, con las armas de las que aún disponemos y oponerse con fuerza, frenar la progresiva privatización y el desmontaje de derechos y servicios sociales que habíamos conquistado. Como bien argumenta el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, al paralizar el proceso de privatización de los hospitales, por el bien de la sociedad no se puede permitir el desmantelamiento de la salud, la enseñanza, la vivienda, etc. creando una situación irreversible, que haría imposible la recuperación del estado de bienestar en un futuro más o menos próximo. Hacer realidad el artículo 1º de nuestra Constitución: un Estado social y democrático de Derecho.
La esperanza de un futuro más luminoso no puede ser puramente contemplativa, sino que hay que cimentarla con batallas cotidianas contra los ataques feroces del capitalismo financiero. Es necesaria una revolución política y ética.
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