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Por Antonio José Gil Padilla, Analista.

Por Antonio José Gil Padilla, Analista.

Caso Garzón: injusticia, acoso y miseria

nuevatribuna.es

No soy partidario de abordar asuntos de carácter particular, pero el “caso Garzón” tiene una proyección social y política de alcance, por lo que resulta de especial interés entrar en su análisis con el ánimo de sacar a la luz aquello que va más allá de lo evidente, del simple comentario o de las opiniones infundadas que se vierten en los grandes medios de comunicación.

Este asunto, como tantos otros, pone de manifiesto el enfrentamiento entre dos concepciones vitales muy diferentes. Por un lado, quienes con una perspectiva de futuro trabajamos por un mundo de progreso e igualdad; por otro, aquellos que se oponen sistemáticamente a esos valores que nos harían más humanos, gentes inmovilistas, reaccionarios, gentes intelectualmente menos avanzada que, con su extremada torpeza, defienden los intereses de los poderosos. En términos coloquiales, para que todos nos entendamos, podríamos hablar, de una manera simplista, de izquierda y de derecha, asociando respectivamente cada una de estas dos opciones políticas a uno y otro modelo de concepción de la vida.

En el caso que estamos abordando, esos sectores reaccionarios y todos los grandes medios de comunicación en su poder, están en contra del juez Garzón, buscan y esperan un linchamiento porque le sitúan en el otro bando, en el lado de los que estamos por un mundo diferente. Las declaraciones de políticos del PP, a través de su soporte mediático, nos aburren por su tono repetitivo con aquello de que “la ley está para que todos la cumplamos”, esa ley, o esas decisiones judiciales, que se convierten en dogma cuando les son favorables, pero que, en caso contrario, no les duelen prendas en descalificar a los que han dictado sentencias que no les favorecen, o que, simplemente, se oponen a sus reaccionarios esquemas. Sin ir más lejos, ahí está el caso “Bildu” en el que el Tribunal Constitucional decidió a favor de admitir las listas presentadas a las elecciones forales y municipales. Les faltó tiempo para acometer contra esos magistrados sin importarles el rango de la institución.

Lo que está pasando con el juez Garzón es un claro caso de acoso laboral y político. Es razonable que jueces y demás profesionales puedan cometer errores en el ejercicio de su trabajo, pero, al margen de esa posibilidad, ese refractario sector social, en el que se encuentran colegas del propio magistrado, no soportan que una persona se salga del camino marcado por el sistema vigente, sobre todo cuando se tiene la posibilidad de decidir y de influir con sus decisiones. En palabras de E. Fromm: “El sistema capitalista necesita personas que cooperen sin pensar, individuos que quieran ser mandados, hacer lo que se espera de ellos y adaptarse sin fricciones al mecanismo social”. Cualquier desvío pone en marcha de manera automática mecanismos destructivos contra el “osado” que se atreve a oponerse al papel que se le encomienda. Por lo general, el acosado suele distinguirse por ser una persona intelectualmente superior, mientras que los acosadores se caracterizan por esa torpeza asociada a una forma de vida irracional e inhumana. Evidentemente en un caso de acoso (popularizado en la actualidad con el término anglosajón de mobbing) se ponen en marcha todas las miserias que esos acosadores domados por el sistema llevan en su mochila: envidia, venganza, rencor, soberbia, hipocresía, egoísmo, etc.

El ataque contra Garzón es tan bestial que de antemano podemos asegurar que será condenado; si no por un asunto por otro, o si no por el tercero. Tres causas abiertas a un juez en tan corto periodo de tiempo es un hecho insólito, por lo que no es necesario esforzarse intelectualmente para concluir en que detrás de todo ello hay mucho más que ese esperpéntico montaje que le han preparado, inventándose esas falsas acusaciones. Sus enemigos han de apostar fuerte porque son conscientes de la popularidad y de la trayectoria de entrega y eficacia del magistrado a lo largo de tantos años de trabajo en la Audiencia Nacional. La trama contra Garzón es tan miserable, y de tamaña torpeza, que esos sectores reaccionarios, así como los propios jueces que lo juzgan, carecen de la mínima capacidad intelectual que les permita inferir que cuanto mayor sea el ataque contra el juez mayor es su “caché”, es decir, su prestigio y su credibilidad. Por el contrario, el descrédito de todo lo relativo al poder judicial va en aumento, dejando en entredicho a sus agentes, y dando muestras evidentes de que ese poder es un poder otorgado por el poder real, por el de los que tienen el dinero.

El proceso en curso de las escuchas es tan escandaloso que convierte a los corruptos en acusadores de quien persigue el delito de corrupción, algo inaudito. Quienes están apoyando este sinsentido no se dan cuenta del daño que hacen al modelo político que a ellos mismos les mantiene, pues anteponer los intereses de los corruptos a la actuación de un juez que intenta buscar pruebas del delito, en el que están implicados altos responsables del partido conservador, tira por tierra cualquier principio de justicia, pone en evidencia eso de la separación de poderes y, lo que es más grave, refuerzan la analogía entre corrupción y este tipo de democracia.

Para finalizar quiero referirme a la exagerada formalidad que se les otorga a las normas legales, a sus autores y a los que las aplican. Por una parte, hay que entender que las leyes son elaboradas por hombres y mujeres imperfectos, como todos, que no están en posesión de la verdad absoluta. Por lo general, son elaboradas por el grupo parlamentario que sustenta al gobierno y su representación no suele ser superior al 30% de la población adulta. La mayor parte de las normas se dictan a favor de ciertos grupos de poder, en detrimento de las clases populares. Las redacciones son ambiguas y no es difícil encontrar flagrantes contradicciones entre normas de igual rango debido a su profusión. Por su ambigüedad y por sus contradicciones, todas las leyes requieren ser interpretadas, por lo que quienes las aplican tienen un importante margen de maniobra, y sus decisiones tienen una evidente carga subjetiva. En consecuencia, ese respeto interesado que se nos exige desde los ámbitos de poder no es más que una forma de coacción al intentar convencer a las masas que la ley es un valor absoluto, que las sociedades democráticas se rigen por el “imperio de la ley”, otorgándole, incluso, un carácter religioso debido a la ancestral creencia de que la elaboración de las leyes tiene un origen divino. En cuanto al perfil de esos aplicadores (jueces y magistrados) hay que resaltar que, en semejanza con otros altos cargos de la administración pública, el acceso al puesto de trabajo se resume en aprobar una oposición en la que se exige única y exclusivamente la memorización de unos 340 temas –que, curiosamente, suelen coincidir con lo estudiado en la carrera de derecho- para después “cantarlos” como un papagayo ante un tribunal en un periodo limitado de tiempo. Nada de experiencias laborales previas, nada de medida de la capacidad intelectual más allá de la mera memoria, nada de test de tipo psicológico o sanitario. El sistema social y económico vigente ejerce su poder formando y seleccionando a individuos que “cooperen sin pensar” y que se “adapten sin fricciones al mecanismo social”. Por eso, todo aquél “descarriado”, como Garzón, que no se atiene a esos requisitos es perseguido hasta ser expulsado de esa tarea servil que le ha sido encomendada. Acabamos como en otras ocasiones, señalando que éstas son unas de tantas miserias que impregnan a esta especie nuestra sin que se vislumbre signos de cambio significativos de mejora a corto, medio o largo plazo.

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